Las primeras que acudieron al velorio fueron Juana, Victoria y Ángela. Jimena estaba sola porque sola estaba en aquella ciudad que la acogió y acomodó sólo a ratos. Estaba sentada en el salón, frente a un pequeño espejo que se camuflaba entre los marcos de las fotos de los familiares a los que veía poco o mucho. Se miraba constantemente, perpleja, incrédula. Su marido había muerto a los cuarenta años y ella tenía treinta y dos. A punto estaba de cumplir los treinta y tres. La edad de Cristo, le decía siempre que tenía ocasión su madre. Estaba sentada frente al espejo cuando tocaron a la puerta Juana, Victoria y Ángela. Las tres son viudas. Cuando las vio entrar en el salón llorosas, como si las uniera a ella algún tipo de empatía o cariño, pensó eso, que las tres eran viudas. Volvió a mirarse en el espejito, su piel suave, blanquecina, sus labios gruesos, los ojos indefinidos por las lágrimas, y se dijo: pero son viejas. Y entendía ella que ser viuda y vieja era totalmente compatible y, por lo tanto, a ella no la podían comprender. Por eso la presencia de las tres le irritaba tanto. Su marido había muerto porque un caballo le había dado una coz justo en el corazón. Todo su cuerpo se paralizó y murió al momento, lejos de ella. Un niño que no conocía apareció en su casa y se lo contó sin ningún tipo de piedad. Odió tanto al muchacho que supo que con la muerte de su marido empezaba una etapa en la que todo le iría grande y le resultaría desconocido, como esa rabia nueva y terrible que sintió al saber la noticia. ¿Podría ser verdad que estuviera odiando a conciencia a un chiquillo de seis o siete años? Pudo ser tan verdad como que al llegar las tres viudas, Juana, Victoria y Ángela, sintiera asco y un poco de lástima por ellas. Al fin, a ella todavía le quedaba su cuerpo joven y muchos años por delante. Años que no pensaba aprovechar, pero años de todas formas.
Las tres se sentaron en unas sillas que estaban ya preparadas, dejando sólo vacío el sofá y cuatro sillones de piel. Sacaron los pañuelos negros y lloraron quién sabe si por el marido de Jimena o por los suyos, tan olvidados durante el día. Lo sentían. Decían que lo sentía y que: tú sabes que nosotras hemos pasado por lo mismo, Jimena, puedes pedirnos lo que sea, lo que sea, que te vamos a ayudar, además aquí, tú, tú, aquí, tan sola como estás. Y Jimena no dejaba de sentirse malvada ni de sentir una gran repulsión por aquellas mujeres chapadas a la antigua y viudas pero viejas. No necesitaba ayuda.
-¿Podéis devolverme a mi marido?
No hizo la pregunta para dramatizar ni mucho menos. Y tampoco se había vuelto tan loca como para hacer la pregunta en serio. Sólo intentaba frivolizar un poco y hacerles entender que no había nadie en el mundo que fuera capaz de ayudarla, porque lo único que pedía, lo único que le servía, era que su marido no estuviera muerto y estuviera con ella.
Al velorio no fue nadie más. Absolutamente nadie. Juana, Victoria y Ángela se quedaron hasta entrada la noche y acostaron a Jimena un poco en contra de su voluntad. Le quitaron el vestido negro, que aunque de luto era ajustado y provocativo, y la metieron desnuda en la cama, revisándole disimuladamente el cuerpo. Una vez Jimena escuchó el portazo, cogió un cuchillo de la cocina y salió a la calle tal como la habían dejado las tres viudas: desnuda. Se fue directa a la cuadra donde estaba descansando el caballo que había matado a su marido y lo buscó. Era tan hermoso. Blanco, con algunas manchitas rosadas, como albino. Le acarició el pelo, le besó la boca como si fuera la de su marido. Y después le buscó el corazón, lo buscó como si fuera el cuerpo de un hombre, algo a tientas, y le clavó el cuchillo. Después se marchó a casa.
Desde entonces sólo las tres viudas van a visitarla de vez en cuando. La última vez que lo hicieron fue el día de todos los santos. Apagaron el cigarro que estaba fumando, de una cajetilla del marido, tiraron por el váter el vino que estaba bebiendo, de unas botellas antiguas del marido, la vistieron todo lo decente que pudieron, de negro, siempre de negro, la maquillaron sin que se notara, la calzaron con unos botines oscuros, y se la llevaron a rastras al cementerio. Jimena, desde que su marido había muerto, no había acudido al cementerio. Algunas veces antes había ido por placer, un gusto extraño y maldito que todo el mundo juzgaba. Se sentaba en la zona despejada de tumbas y tomaba el sol, un sol que calentaba más que el de la ciudad. Desde entonces, desde la coz del caballo, no había podido ir. Entraba dentro de las cosas que iban a cambiar en esa etapa que comenzó con el odio a un niño pequeño.
El camino se lo sabía bien. Iban las cuatro cogidas de la mano, Jimena lo más al centro que se podía siendo el número de mujeres que eran. Por alguna razón aquellas viudas querían que ella perteneciera al grupo que ya formaban. Insistían en que debería ir a verlas de vez en cuando, la mayoría de las tardes quedaban en casa de una para hacer la merienda y contarse tonterías. Como nunca iba, alguna vez habían metido la merienda en una cesta y habían pasado la tarde en el salón de Jimena, en el que todavía estaban, hasta que Juana, Victoria y Ángela quitaron, las sillas que preparó para que la gente se sentara en el velorio. Ella no dejaba de fumar sin ningún arte, más bien lamiendo la boquilla del cigarro, y de beber vasos de un vino que le dejaba la boca reseca y como llena de sangre vieja, algo áspera. Antes de irse, siempre hacían lo mismo: la desnudaban, la revisaban con disimulo y la metían en la cama. Si había bebido vino, con un pañuelo y mojándolo con la punta de la lengua, le quitaban las costras que se le habían ido haciendo en la comisura de los labios. Esas tardes en las que invadían su casa, Jimena tenía pesadillas.
De camino al cementerio se paró en seco, dominando por completo a las tres mujeres que notaron un fuerte tirón de las manos.
-No puedo ir.
No podía ir. No lo decía para dramatizar ni para hacerse de rogar. No podía ir, simplemente su cuerpo no se lo permitía, su mente tampoco. Juana, Victoria y Ángela, por supuesto, intentaron arrastrarla como ya estaban acostumbradas a hacer. Pero no pudieron. Estuvieron cuchicheando unos metros más allá de Jimena mientras ella, como una niña pequeña, esperaba, haciendo dibujos con el dedo en la arena fría, a que tomaran una decisión por ella. Con lo que ella debía hacer puesto que no quería ir al cementerio. Fue Juana la que se giró para decirle lo que habían pensado que hiciera:
-Espéranos aquí, nosotras debemos ir al cementerio, limpiar los nichos, cambiarle el agua a las flores que pusimos la semana pasada, cambiar las que estén ya muertas, rezar un poco. Pero no tardaremos nada, espéranos aquí y después pasaremos el día las cuatro juntas.
Jimena hizo como si obedeciera. Se quedó, incluso cuando ya no había peligro de que la vieran a lo lejos, esperándolas. O esperando cualquier cosa. Siguió dibujando cosas con el dedo en la arena hasta que se le quedó dormido y tuvo que coger varias ramas caídas que acababan siempre por romperse. Justo cuando vio que aparecían a los lejos Juana, Victoria y Ángela, echó a correr. Corrió y corrió y corrió y corrió. Cuando llegó al centro de la ciudad se había perdido, como cuando llegó la primera vez, acabando sus fuerzas para volver a casa justo delante de una iglesia que tenías las puertas muy abiertas.
Y entró sin creer en Dios.
Las tres se sentaron en unas sillas que estaban ya preparadas, dejando sólo vacío el sofá y cuatro sillones de piel. Sacaron los pañuelos negros y lloraron quién sabe si por el marido de Jimena o por los suyos, tan olvidados durante el día. Lo sentían. Decían que lo sentía y que: tú sabes que nosotras hemos pasado por lo mismo, Jimena, puedes pedirnos lo que sea, lo que sea, que te vamos a ayudar, además aquí, tú, tú, aquí, tan sola como estás. Y Jimena no dejaba de sentirse malvada ni de sentir una gran repulsión por aquellas mujeres chapadas a la antigua y viudas pero viejas. No necesitaba ayuda.
-¿Podéis devolverme a mi marido?
No hizo la pregunta para dramatizar ni mucho menos. Y tampoco se había vuelto tan loca como para hacer la pregunta en serio. Sólo intentaba frivolizar un poco y hacerles entender que no había nadie en el mundo que fuera capaz de ayudarla, porque lo único que pedía, lo único que le servía, era que su marido no estuviera muerto y estuviera con ella.
Al velorio no fue nadie más. Absolutamente nadie. Juana, Victoria y Ángela se quedaron hasta entrada la noche y acostaron a Jimena un poco en contra de su voluntad. Le quitaron el vestido negro, que aunque de luto era ajustado y provocativo, y la metieron desnuda en la cama, revisándole disimuladamente el cuerpo. Una vez Jimena escuchó el portazo, cogió un cuchillo de la cocina y salió a la calle tal como la habían dejado las tres viudas: desnuda. Se fue directa a la cuadra donde estaba descansando el caballo que había matado a su marido y lo buscó. Era tan hermoso. Blanco, con algunas manchitas rosadas, como albino. Le acarició el pelo, le besó la boca como si fuera la de su marido. Y después le buscó el corazón, lo buscó como si fuera el cuerpo de un hombre, algo a tientas, y le clavó el cuchillo. Después se marchó a casa.
Desde entonces sólo las tres viudas van a visitarla de vez en cuando. La última vez que lo hicieron fue el día de todos los santos. Apagaron el cigarro que estaba fumando, de una cajetilla del marido, tiraron por el váter el vino que estaba bebiendo, de unas botellas antiguas del marido, la vistieron todo lo decente que pudieron, de negro, siempre de negro, la maquillaron sin que se notara, la calzaron con unos botines oscuros, y se la llevaron a rastras al cementerio. Jimena, desde que su marido había muerto, no había acudido al cementerio. Algunas veces antes había ido por placer, un gusto extraño y maldito que todo el mundo juzgaba. Se sentaba en la zona despejada de tumbas y tomaba el sol, un sol que calentaba más que el de la ciudad. Desde entonces, desde la coz del caballo, no había podido ir. Entraba dentro de las cosas que iban a cambiar en esa etapa que comenzó con el odio a un niño pequeño.
El camino se lo sabía bien. Iban las cuatro cogidas de la mano, Jimena lo más al centro que se podía siendo el número de mujeres que eran. Por alguna razón aquellas viudas querían que ella perteneciera al grupo que ya formaban. Insistían en que debería ir a verlas de vez en cuando, la mayoría de las tardes quedaban en casa de una para hacer la merienda y contarse tonterías. Como nunca iba, alguna vez habían metido la merienda en una cesta y habían pasado la tarde en el salón de Jimena, en el que todavía estaban, hasta que Juana, Victoria y Ángela quitaron, las sillas que preparó para que la gente se sentara en el velorio. Ella no dejaba de fumar sin ningún arte, más bien lamiendo la boquilla del cigarro, y de beber vasos de un vino que le dejaba la boca reseca y como llena de sangre vieja, algo áspera. Antes de irse, siempre hacían lo mismo: la desnudaban, la revisaban con disimulo y la metían en la cama. Si había bebido vino, con un pañuelo y mojándolo con la punta de la lengua, le quitaban las costras que se le habían ido haciendo en la comisura de los labios. Esas tardes en las que invadían su casa, Jimena tenía pesadillas.
De camino al cementerio se paró en seco, dominando por completo a las tres mujeres que notaron un fuerte tirón de las manos.
-No puedo ir.
No podía ir. No lo decía para dramatizar ni para hacerse de rogar. No podía ir, simplemente su cuerpo no se lo permitía, su mente tampoco. Juana, Victoria y Ángela, por supuesto, intentaron arrastrarla como ya estaban acostumbradas a hacer. Pero no pudieron. Estuvieron cuchicheando unos metros más allá de Jimena mientras ella, como una niña pequeña, esperaba, haciendo dibujos con el dedo en la arena fría, a que tomaran una decisión por ella. Con lo que ella debía hacer puesto que no quería ir al cementerio. Fue Juana la que se giró para decirle lo que habían pensado que hiciera:
-Espéranos aquí, nosotras debemos ir al cementerio, limpiar los nichos, cambiarle el agua a las flores que pusimos la semana pasada, cambiar las que estén ya muertas, rezar un poco. Pero no tardaremos nada, espéranos aquí y después pasaremos el día las cuatro juntas.
Jimena hizo como si obedeciera. Se quedó, incluso cuando ya no había peligro de que la vieran a lo lejos, esperándolas. O esperando cualquier cosa. Siguió dibujando cosas con el dedo en la arena hasta que se le quedó dormido y tuvo que coger varias ramas caídas que acababan siempre por romperse. Justo cuando vio que aparecían a los lejos Juana, Victoria y Ángela, echó a correr. Corrió y corrió y corrió y corrió. Cuando llegó al centro de la ciudad se había perdido, como cuando llegó la primera vez, acabando sus fuerzas para volver a casa justo delante de una iglesia que tenías las puertas muy abiertas.
Y entró sin creer en Dios.
Una loca maravillosa. Como yo, pero más joven. Y yo no fumo ni bebo. Y yo no soy viuda. Y yo no pinto con el dedo. Y yo ya no puedo correr ni perderme. Y yo nunca mataría un caballo.
Pero sí escaparía de las tres, como del hambre…
María Jesús: eso del caballo lo he recordado mientras me preguntaba por qué el marido a los cuarenta años se ha muerto. Me parece que fue mi bisabuelo, el padre de mi abuela, el que murió así… y lo he puesto. Después, el que ella lo mate, me ha salido sin pensarlo mucho, como un ajuste de cuentas, como algo totalmente literario.
No somos nada igual que ella y, sin embargo, tiene algo que nos hace sentir identificadas, ¿verdad?
Un beso.
Muchas cosas, Fusa.
La primera, y dísculpame, es que vine el otro día y no te dije nada de los cambios más recientes de esta casa. ¡Me encantan! Vine una noche y vi que estabas de reformas y me fui silenciosa. Luego seguí viniendo silenciosa, me fui acostumbrando, y cuando el otro día te escribí en Belfondo, ya los tenía tan asimilados que se me pasó por completo. :) Pues me gustan mucho, sí. Sobre todo esos pedacitos de celo que parecen tan reales que un día de éstos se me van a ir los dedos y me va a apetecer pegarte un papelito con algo bonito por alguna parte, jeje.
Lo segundo. Me encanta la pintura de Hammershoi. Alguna vez apareció en la luna y tengo una carpetita llena de imágenes de sus cuadros para escribir cuentos a partir de ellas. Hay tanto silencio en sus pinturas… que enseguida una puede escuchar profundamente los ruidos interiores de cada persona, ¿no te lo parece? Como los ruidos de Jimena, que estaban ahí, y que las tres viudas no podían oír pero tú sí, y los has escrito tan bien.
Me ha impactado muchísimo cuando lo he leído, y más cuando luego también he leído tu comentario, porque pasó de verdad, la muerte por una coz en el corazón. Es doloroso, pero a la vez bellísimo. La puntería de una coz que da justo ahí y estalla la vida. No me quito la imagen de la cabeza.
Y la última cosa. ¿Sabes qué? Una vez escribí un cuentito de una mujer, Marianne, que tampoco creía en Dios, pero entraba siempre en todas las iglesias en busca de un poco de silencio, de refugio, y también de soledad, que ya la tenía, pero de soledad. Ahora las acabo de ver a las dos juntas. Creo que podrían llevarse bien. :)
Un dulce beso, linda.
Somos todas un poco ella, es cierto.
“y entró a la iglesia sin creer en Dios“…lo hice muchas veces, buscando la luz azulada que atraviesa los ventanales en la mañana.
Y, como (*, me gustó muchísimo la coz que estalla el corazón, el corazón que muere y también el que está vivo,porque así estalló el de Jimena con la noticia.Ella acariciándolo, besándolo, matándolo.Es genial!
Y también los ruidos internos de Jimena,coincido totalmente con (*, nosotras también los escuchamos.Jimena debe de ser capaz de escuchar los nuestros.
Mil besos!*
Fusa, como siempre, tan dramática y expresiva. A tu estilo. He leído varios de tus tuencos de esta nueva bitácora y no puedo por menos que felicitarte otra vez. Por razones que no vienen al caso, hacía tiempo que no te leía… pero vuelvo. Mereces la pena.
Un abrazo,
Miguel
(*: pues yo no conocía a Hammershoi. Quiero decir que no anoté ni memoricé el nombre cuando lo pusiste en tu luna. Ni siquiera recuerdo bien cuál fue. Pero quería que aparecieran mujeres de negro y, como no encontraba, me fui al libro que compré la semana pasada que se llama así precisamente y la portada tiene un cuadro suyo. Así que copié el nombre y me puse a buscar, encontrando esa pintura tan característica y hermosa. Me ha gustado mucho.
También podrían juntarse, Jimena y Marianne, con Rosa, de Bergai, que, aunque sí creía en Dios, aunque después se convertía en Ali, también iba en busca de paz y refugio y soledad.
Un beso, linda.
Rayuela: a mí me impactó muchísimo cuando me lo contó mi abuela, lo de la coz. Y hace tantos años que ya no recuerdo si así fue como murió su padre o su abuelo. En cualquier caso, es impresionante y muy poético. Me alegro de que te guste y te lo pases bien por aquí.
Un abrazo.
Guarismo: me da mucha alegría verte de nuevo por aquí, Miguel. Como no viene al caso la ausencia y sus motivos, correremos un velo y haremos como si el tiempo no hubiera pasado. Porque, ¿acaso es así?
Me alegro de que te guste esta nueva casa con sus nuevos inquilinos. Muchas gracias.
Un abrazo grande.
Como tantas veces antes, leyéndote me han venido un montón de recuerdos y asociaciones… pero me quedo con dos cosas, una relacionada con las iglesias, pienso que de alguna forma las sienten más profundamente quienes “parecen” no creer en Dios. Y otra cosa, la muerte nunca será compatible con la juventud, aunque con tanta frecuencia vayan unidas.
Besos.
Wara: sí, nos acostumbramos a que la muerte vaya de la mano de la vejez y, cuando no es así, lo encontramos tan injusto. Por eso Jimena cree que es diferente a Juana, Victoria y Ángela, entre otras muchas cosas.
Quizá para los ateos es más la iglesia porque sus necesidades son tan grandes que no mueren con un dios.
Un abrazo.
¿Sabes? Si no fuera por los nombres, parecería el principio de una novela de Jane Austen…
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Te debo un montón de lecturas, a ver si me pongo al día :-)
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Ví el vídeo de Ana Mª Matute…no puedes ni imaginarte lo mucho que me identifico con ella, ¿sabes? Soy licenciada en Historia del Arte, y cuando me especialicé en Arte medieval la gente me decía ¿pero cómo puede gustarte? Y yo les respondía, ¿cómo no puede gustaros a vosotr@s? Nunca una época tuvo tantas historias: reyes y reinas, monjes-soldados, monjes visionarios, catedrales como castillos, castillos que parecen catedrales, sublevaciones y sublimaciones. Ideales y búsqueda del grial. Brujas buenas y malvadas, alquimistas…en fin…no sigo…y fíjate que a ella le encanta también :-)
Espléndido. Y no digo “como de costumbre” porque no me acostumbro a tu escritura. Estoy poniéndome al día con tus entradas y las siento prodigiosas, Fusa. Prodigiosa tu capacidad de ponerte en la piel del otro, de conducirme dulcemente a otros modos de estar, a otras psiquis y golpear cuando se debe golpear (como una coz en el corazón) y, también, esa regadera que tenés en la cabeza y el corazón, que se despliega a una velocidad sobrecogedora.
Beso tus dones, que recibo agradecida (ahí te enlacé al pico del pájaro para tenerte aun más cerca).
“Empezaba una etapa en la que todo le iría grande”… a eso le llamo yo describir el duelo, aunque de momento ella sólo tenga la intuición. Y lo haces así, de una pincelada, sin más…
Ya, lo de siempre, jodía niña… jajaja.
El resto del relato no desmerece pero se me clavaron esas palabras y me dan vueltas.
Besos!
Malvada Bruja del Norte: ¡ah! no te preocupes, lee cuando quieras, si quieres, y pasa por encima de las palabras de puntillas, sin dejar señal.
Me alegro de que te gustara la entrevista. A mí me pareció tierna y emotiva, aunque ella en ningún momento perdiera el norte ni la seguridad en las palabras, aunque algunas historias ya las hubiera contado en otras entrevistas. Fue entrañable y yo la guardo para cuando haya pasado tiempo, volver a verla.
Un abrazo.
Pájaro de China: muchísimas gracias por todas y cada una de tus palabras, y hasta por las que no has escrito todavía. Con este comentario que me dejaste ya me siento en deuda y agradecida hasta siempre. No sé exactamente qué decir, excepto repetirme y darte las gracias. Me gusta que estés en estos fragmentos, revoloteando, soltando sabiamente plumas y marcas de patas que estuvieron antes en el cielo, sin pisar el suelo.
Un abrazo.
Margot: es que más que el luto es eso, que todo te vaya grande, ¿no? Jamás pasé un duelo, ni cerca ni lejos, pero me imagino así, que de pronto sientes cosas tan desconocidas, como ese odio primerizo al muchacho.
Me alegro de que la frase te gustara, de haberlo sabido la habría puesto a propósito, jajaja.
Un abrazo.