Madre e hija

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Querido, estas cosas son la vida.
MERCÈ RODOREDA

Una madre y una hija.
Qué combinación absurda de sentimientos,
confusión y destrucción.
No lo entenderé nunca.
INGMAR BERGMAN

Todo sería más fácil si mamá no fuera mamá. Ahora tía Dolores y Natalia no vivirían solas, no sentirían tantos y tantos remordimientos —esa sensación elástica y perversa de la culpabilidad. Gloria también sería más feliz si no fuera como es, tan arisca, huyendo siempre de la generosidad de los demás, un poco neurótica; pero hace tiempo que Natalia ya no está preocupada por no querer a su madre como debería hacerlo una hija, y hace más tiempo todavía que no se enfada con sus impertinencias, una madre es una madre.
Dolores, en los últimos años, desde que su hermano enfermó, pensaba que en cualquier momento la echarían fuera, porque si había vivido tanto tiempo con ellas era gracias a Ángel y, desde que murió el cabeza de familia y único pariente cercano que le quedaba, vivía con la angustia de verse sin casa de la noche a la mañana, y una mujer, oh, una mujer sola, sin haber conocido varón ni amores, qué iba a hacer en la vida. Al fin y al cabo, la única unión era Ángel, el padre, el hermano, un hombre como Dios manda, y, una vez muerto, nadie las obligaba a vivir con tía Dolores —antes tampoco las obligaba nadie, pero papá siempre había querido mucho a su hermana pequeña.
De cuando mamá quiso echar a la tía, ya nadie se acuerda o nadie quiere acordarse. Papá pasó toda una semana sin dirigirle la palabra a su mujer, ni para decirle buenos días, ni contestar las preguntas que le hacía, preguntas cotidianas, cómo has dormido, qué hay para comer, sabes si quedan tomates. Mamá entendió que no había nada que hacer, ya ves, estaba condenada a vivir con su cuñada, y, si se lo hubieran dicho antes, no se lo habría creído, pero estas cosas también son la vida.