Defensoras de derechos y de vida

Article publicat en català al Setembre

Muchas mujeres, a lo largo de la historia, han visto cómo su situación personal y el contexto social y político de sus países las han hecho elegir: la militancia activa y el activismo comunitario, o el trabajo de cuidados menospreciado y desatendido siempre por los movimientos. No es diferente en los contextos más extremos, con conflictos armados permanentes y de fondo. La vida no se detiene en plena guerra, cual sea su forma, y se abre paso a través de redes de mujeres que la acogen. En Colombia, país sacudido por un contexto lleno de complejidad y tanta violencia, la historia de muchas mujeres ha sido asumir lo que no se ve: los cuidados, despolitizados. Éste es un fenómeno, la despolitización de los cuidados, universal. No porque las mujeres que los sostienen consideren que su trabajo es menos importante para la resistencia de los pueblos, sino porque hay todo un sistema detrás queriendo minimizar e invisibilizar el trabajo reproductivo. En casos de conflicto, como decía, elegir se vuelve un imperativo: o te unes a la causa, o sostienes la vida —y la muerte— que hay alrededor. La historia de Kathe Arias es la historia de tantas en tantos lugares: una historia que viene a contradecir la idea patriarcal que cuidar te hace pasiva ante la injusticia.
Las fronteras entre la esfera pública y la privada, tan bien definidas en otras épocas, hoy en día son difusas, porque lo que hemos conocido como militancia o vida política tenía unos parámetros que sólo podían alcanzar los que se dedicaban a ello en exclusiva. Históricamente, no descubro nada, los que podían dedicarse en exclusiva a las luchas públicas —descuidando las privadas— eran los hombres. Los feminismos caminaron hacia otras formas de entender las resistencias y la implicación social de los entornos: por una parte, las mujeres acabaron por invadir espacios que tenían prohibidos, no sin hostilidad y en medio de unas dinámicas profundamente conservadoras, jerárquicas y patriarcales; y por la otra, también resignificaron sus propios espacios como políticos. La cuestión es que ambas aportaciones recayeron sobre todo en ellas. Ya no eran las mujeres que dedicaban su tiempo exclusivamente a los cuidados, y tampoco eran mujeres que dedicaban, como ellos, su tiempo exclusivamente a la lucha común. Los derechos conquistados por las mujeres, históricamente, se han conseguido no tanto por una consciencia colectiva de sus compañeros y de sus épocas, sino que se han apoyado en los equilibrios y la doble carga de las interesadas. Si quieres participar políticamente en tu país, encuentra la fórmula para duplicarte. La precariedad de la mayoría de los derechos de las mujeres es debida a los equilibrios sobre los que se sostienen. Poco a poco, estos equilibrios han sido asumidos por la sociedad, y sólo así los derechos pasarán de ser conquistados a consolidarse. No hemos llegado ahí, todavía.

El caso de Kathe Arias es también heredero de estos tiempos de cambio: un mundo viejo que se apaga, y uno nuevo terco que intenta abrirse camino. Hija de sindicalistas, empezó a estudiar filosofía en Bogotá. Como muchas otras colombianas, conocía la realidad de su país pero no había vivido de cerca y en primera persona la crueldad de la violencia y el contexto del conflicto armado. Creció en un pueblo sin sufrir directamente las consecuencias de un narcoestado feroz, pero no era ajena a la historia de Colombia. A media carrera, Kathe se quedó embarazada de su primer hijo, Sua. Pese a las dificultades de maternar y seguir formándose, continuó sus estudios de filosofía hasta que se volvió incompatible con su forma de vida. Es entonces cuando podemos decir que el sistema te reclama la primera decisión, pero la suya recayó del lado de la vida: dejó de estudiar presencialmente filosofía y empezó sus estudios de educación a distancia, para hacerlo compatible con la crianza de su hijo, de quien se ocupaba sobre todo ella. Augusto, el padre de Sua, líder indígena y anarquista, no tuvo que renunciar en ningún caso ni a la paternidad ni a la aportación política que hacía a su comunidad. Para que los líderes y los activistas puedan ser líderes y activistas, alguien ha estado asumiendo lo que no se ve. En este caso como en tantos otros, la participación política y la carrera académica que quedaron interrumpidas fueron las de ella.
La vida de Sua y Kathe cambia radicalmente cuando asesinan a Augusto. La violencia del país, que habían vivido siempre como telón de fondo, atraviesa sus vidas. A partir de aquel momento empieza lo que Kathe ha llamado maternar un duelo. Su hijo, que sólo tenía dos años, necesitaba un acompañamiento que abordara todas las cuestiones al mismo tiempo: qué quería decir la muerte, qué es un asesinato, por qué su padre había sido asesinado, por qué algunas ideas eran una fuente de riesgo en su país, cuál era su país, y cómo sería a partir de entonces su vida. Las condiciones de Kathe se transforman y pasa a convertirse en una madre proveedora, en una buscadora de estabilidad emocional y económica para su familia. Aquí empieza una historia de dualidades y, como decía, heredera de este siglo y del lugar que ocupan las mujeres: la violencia en Colombia la ha expuesto a un doble rol: no rendirse y reclamar justicia, verdad y reparación… y a la vez, por decisión propia, no abandonar la infancia, el cuidado de su hijo pequeño. Sólo una de las dos caras de la moneda es reconocida socialmente como lucha. Los entornos la quieren maternal, la quieren protectora, y eso automáticamente la desactiva como mujer defensora de una causa justa que también la conmueve. Como en todas las guerras, las historias individuales y privadas conforman un contexto que se obvia, una telaraña de cotidianidades que sostienen el centro de la historia, con su tensión, pero que no forman parte de ella.

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Existe en Colombia, como en todos los países con conflictos permanentes y eternizados, tantísimas mujeres invisibles, fuera de escena, que no tienen relato propio. Kathe, como miles de mujeres a lo largo de la historia y en cualquier país, alterna sus anhelos y su ambición por participar activamente en su entorno, y los vuelve compatibles con procurar por su vida y sus vínculos. Con el asesinato del padre de su hijo, decide abrir vías legales para intentar tener algún tipo de reparación. Saber la verdad, tener garantías de no repetición, reparar un duelo intermitente y desigual. Buscando justicia, para poder crear memoria —también como parte del proceso de maternar el duelo de su hijo— y contribuir al trabajo colectivo que se hace en Colombia con los crímenes del conflicto armado y sus víctimas, Kathe se da cuenta de que se está exponiendo. Como todas las personas incómodas para el poder —que en Colombia tiene formas diversas y cada una de ellas tiene su dinámica y sus peligros—, Kathe, denunciando y buscando, debe volver a elegir. La lucha le exige asumir unos riegos que como mujer está dispuesta a asumir, pero que como madre de Sua no puede permitirse. Las amenazas y la violencia vuelven a tomar posición en su vida. Y reduce la intensidad. Y es un número más en el recuento no oficial de personas desplazadas por el conflicto armado de su país. Cambia de residencia, busca una cierta seguridad, intenta sobrevivir, materna un duelo, acompaña a una criatura: intenta no desaparecer entre tanto.
El bordado se convierte en una de las formas que tiene Kathe de conjurar todas sus almas. Con los tejidos —parte fundamental, espiritual y cultural de muchos pueblos colombianos— y la artesanía acaba encontrando un espacio comunitario, reparador, para poder acompañar a su hijo, para sentir que contribuye en algo y que al mismo tiempo no le exige que renuncie al cuidado de Sua. Es cierto que la forma de luchar de muchas mujeres es inspiradora, desde la no violencia y desde los márgenes, en silencio y comunidad, sin hacer demasiado ruido pero sin descanso… pero la mayoría de ellas llegan a esas formas de lucha porque no encuentran su lugar en la lucha histórica, la oficial. En las estrategias de memoria, resistencia y lucha sólo encajamos sin vínculos, desarraigadas, desnudas para el enemigo. Porque los vínculos nos vuelven débiles, frágiles: lo saben en la guerra, lo saben los actores armados de Colombia, se sabe en las trincheras. Y muchas de ellas no están dispuestas a desprenderse de esos vínculos, abrazan la vulnerabilidad que les comporta y buscan otras formas de resistir menos reconocidas, pero espiritualmente muy potentes. Las bordanzas de la memoria le ofrece poder maternar y luchar al mismo tiempo, y su hijo puede formar parte activa de esa lucha, porque también es sujeto de derecho. Si no puede involucrar a Sua, que es parte afectada tanto como ella, no es revolucionario, no la transforma y no va a la raíz.


El asesinato del padre de Sua no es la única vivencia violenta que vivirán, porque años más tarde, embarazada de su segunda hija, Libertad, su compañero, César, sobrevive a un atentado. César Galarza, comunicador del pueblo indígena Nasa, en el Norte del Cauca colombiano, se encuentra en el coche que sufre un atentado con víctimas mortales y heridos. Él sobrevive, y aquí empieza un segundo duelo, una segunda experiencia y una segunda sacudida para la familia de Kathe. Es en este punto, también, cuando empieza a repetirse —con muchos matices— una cierta historia. Kathe vuelve a estar en el núcleo de una experiencia que no la tomará a ella como centro. Evidentemente, que el atentado lo sufra su compañero, desde todos los puntos de vista —institucional, social, comunitario, emocional— lo convierte a él en el defensor que merece protección, acompañamiento y atención a distintos niveles. La figura de Kathe, que podemos vincular a millones de mujeres en situaciones similares a la suya, se vuelve a desdibujar. Recién parida, con un duelo aún a medias, sin haber podido recuperar cierto espacio político que la dimensione en su totalidad, vuelve a quedar relegada al lugar de los cuidados, al rol protector y maternal. Y desde el punto de vista de la institución, es sólo un complemento. Toma, de nuevo, un espacio de espectadora de su propia situación y tiene que abstenerse de su participación activa.
Kathe, César, Sua y Libertad vinieron a Catalunya, acogidos por el Programa Català de Protecció de Defensors i Defensores de Drets Humans. Su caso nos pide toda la complicidad para atender de forma completa su vivencia: pese a que el atentado lo sufre en primera persona César, se reclaman como un todo que no puede comprenderse por separado. Reconocen la interdependencia y el vínculo que los hace débiles, pero también fuertes. Las medidas de protección, la condición de defensor, el centro de la estrategia es César, pero no se puede obviar el papel de sostén y la mirada de Kathe en toda la cuestión. Del mismo modo, cuando el defensor o la defensora es líder de la comunidad indígena, las medidas de protección no pueden pasar por alto la organización profundamente comunitaria del pueblo. Si las medidas no se adaptan a las características de las personas a las que quieren proteger, las acabarán desprotegiendo. El proceso de retorno acaba situando el trabajo de César en el criterio que impera. Las medidas de protección oficiales del Estado contemplan la actividad y los movimientos de César, pero Kathe también está expuesta. Cuando viven situaciones de violencia, amenazas o momentos de peligro, ella lleva una niña pequeña en brazos la mayor parte del tiempo. El lugar de residencia para minimizar riesgos la deja sin red, y por tanto completamente dedicada a los cuidados. Se convierte en la acompañante, y desde las organizaciones acaban considerando que maternar minimiza riesgos. De nuevo, una identidad desdibujada. Desvinculada familiar, social, políticamente. El riesgo del defensor, pensado desde la institución como un riesgo de carácter individual o formalmente organizado, se ha trasladado a la familia, pero las medidas de protección no acaban de adaptar la mirada a sus necesidades.
Kathe Arias, su experiencia de vida, es una más. Una mujer más que ha tenido que renunciar a su participación activa en su comunidad a favor de la vida, al menos temporalmente. La consideración de defensora o de luchadora, en términos institucionales y sociales, escapa de la lógica de los cuidados, y deja invisibles a tantas personas que no encajan en el molde patriarcal de la resistencia y la militancia. Defender los derechos de todo el mundo ha sido siempre un trabajo incompatible con sostener la vida, pero no es cierto: el ejemplo de miles de mujeres, con estrategias alternativas y propuestas permeables a los cuidados, nos marcan el camino. Sólo hay que dedicarle un poco de tiempo y aprender a huir de los estereotipos. Las hay que defienden derechos con una mano y sostienen la vida con la otra: habrá que pensar quién las acoge a ellas.

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