Cuánta, cuánta pena…

El uno de octubre de 2016, toda nuestra familia vino a casa. Les acabábamos de decir que en noviembre nos casaríamos, nada, nos quitamos un poco de importancia, iba a ser por lo civil, y ya lo teníamos todo atado, el papeleo se había acabado, los testigos —dos de nuestros hermanos— ya habían firmado y el expediente ya estaba en el juzgado del pueblo. Como al día siguiente, después de la firma, haríamos una pequeña ceremonia en casa, necesitábamos tenerlo todo listo. Así que durante un mes, los fines de semana los pasábamos juntos, adecentando un poco la zona. Si en aquel momento, sentados a la mesa del jardín, rodeados de bolsas y más bolsas llenas de hojas secas y ramas de árboles podados, me hubieran dicho que un año más tarde, justo un año más tarde, estaría defendiendo con mi cuerpo un colegio electoral, no me lo hubiera creído. Si me hubieran dicho que leería un manifiesto con mi nombre y apellidos por una cuestión política, tampoco.
Vivo en Sant Andreu de la Barca, el pueblo de Cataluña con el cuartel de la Guardia Civil más grande. Como hace casi un año me casé en estos juzgados, ésta era la primera vez que iba a votar aquí. Hasta que no vi cómo detenían a unos, cómo despedían a otros, cómo en el cuartel había más coches, furgonetas (algunas blancas, sin distintivo policial) y agentes que nunca, hasta que no vi, el 30 de septiembre de 2017, que delante de la caserna había un tipo con metralleta, estaba contenta de poder votar aquí.
Cuando el viernes vi que la gente se estaba movilizando y muchos dormirían todo el fin de semana en los colegios electorales para defenderlos, pensé que aquello no era para mí. No he ido a ninguna manifestación del 11S, salvo la primera de todas, la primerísima, porque tenía mucha curiosidad por ver cómo era aquello de la fiesta y los abuelos y los niños cantando. No me consideré, en ningún caso, una manifestante. A las demás, cuando tomé conciencia de lo que significaba el 11S, no fui. Me sentía una más y compartía muchísimos de los sentimientos y las complicidades, pero no me parecía lo suficiente para ponerme una camiseta y aprenderme los pasos. He sido una espectadora orgullosa, pero espectadora al fin y al cabo, manteniéndome al margen. Pero el viernes por la tarde, dos días antes del referéndum, me fui al instituto al que tenía que votar, y pregunté si había actividades programadas, si la gente acamparía, y cómo se estaba organizando, puesto que allí, delante de la comandancia, lo tendríamos difícil. Hasta entonces había dado por hecho que podría votar como lo había hecho en otras ocasiones, y cuando empecé a ser consciente de la gravedad del día, quise ir a informarme. Y no sólo eso, quise ponerme en contacto con gente joven de aquí que estuviera informada, para que me llegara cualquier tipo de consigna. En el instituto me miraron como si estuviera chiflada, y me fui a casa sabiendo que a las ocho, cuando se acabaran las clases, volvería para ver si precintaban —como habían dicho— los colegios electorales.
No, no precintaron el colegio, pero la calle estuvo desierta hasta las once de la noche. No había nadie. Mientras, en las redes sociales veía cómo poco a poco la gente iba ocupando los colegios de sus hijos, de sus barrios, cómo se auto organizaban para que no los cerraran. El mío estaba cerrado, y nadie parecía demasiado preocupado. A las once, nos fuimos a casa: necesitaban la máxima discreción para entrar las urnas. Dejamos que la gente que llevaba semanas preparando la votación hiciera su trabajo, y nos esfumamos. Me sentía más tranquila: era cierto, con el cuartel tan cerca, lo mejor era no ocupar el instituto y que la normalidad reinara. A veces la auto organización pasa por la discreción: sin redes sociales, sin fotos, sin alegría. El día 1 me puse el despertador a las cinco. Al principio dijimos que no, que iríamos a votar a las nueve, después dijimos que a las ocho ya estaríamos allí, y empezamos a negociar en casa si no sería mejor ir a las siete. Como el viernes por la noche no hubo nadie en la puerta, nos creímos los únicos de la zona inquietos por si no podíamos votar. Al final, nos despertamos a las cinco un poco desesperanzados, y empezamos a dar vueltas en la cama, qué más dará, si no habrá nadie, si estamos nosotros dos solos, qué vamos a hacer cuando venga la Guardia Civil. Pero recibo un mensaje: me dicen que hay gente en el instituto.
Unas treinta personas habían ido a proteger el colegio. Me sentía eufórica. Había gente de todas las edades y seguro que podríamos votar. Nos repartieron unas papeletas como simbolismo, y cuando parecía haber movimiento de la Guardia Civil, nos cogíamos unos a otros y hacíamos fuerza contra la puerta del instituto. Joder, estaba metida en una buena y qué divertido parecía. Sin darme cuenta, y desacostumbrada por completo al ambiente, me quedaba siempre de las primeras, lo que significaba que el contacto primero podía recaer sobre mí. Pero ¡qué contacto! ¡Sólo habían venido los Mossos y qué sonrisas traían! A las nueve, cuando empecé a molestarme porque llevaba algo más de tres horas allí y no habían abierto todavía la puerta del instituto, vienen unas quince furgonetas del cuartel. De cada una de ellas bajan tres, cuatro, cinco agentes. Nos rodean. Me quedo encerrada entre un montón de gente que no conozco de nada, y veo los rizos de mi marido dos personas más allá, y también la cabeza de su tía, en diagonal. La mujer que tengo a mi lado, una señora, tiembla y como estamos tan juntas lo noto y entonces empiezo a ser consciente de que el día va a ir de dignidad. Nadie lleva banderas, nadie canta a favor de la independencia. Somos más que a primera hora, pero no creo que lleguemos a cien personas. Estamos muy serios, y yo, particularmente, bastante asustada. Cuando nos empiezan a arrancar uno a uno, nos sentamos en el suelo y nos cogemos del brazo. Un señor con bastón queda sentado sobre mí. En diez minutos ya estamos todos fuera de la puerta, han entrado, intentan requisar unas urnas que todavía no hemos podido estrenar. Los de la mesa, que se ha formado minutos antes, han quedado dentro del instituto. Dentro. Hijas, hermanos y padres de algunos de los de fuera piden el número de placa y así se eterniza un poco la jugada: quizá sólo se trata de entretenerlos para que no acudan a otro colegio. Rompen una puerta lateral y nosotros, fuera, cantamos algunas cosas.
Entonces vuelvo a ser consciente: no me sé las canciones reivindicativas, no me sé los lemas, los ritmos. No sé cómo funciona esto. No me sé entero Els segadors. Pero tengo ganas de llorar cuando sale la mesa con los apoderados, los presidentes y los vocales. La gente se abraza y ha dejado de ser divertido. Nos dicen que el CAP, el colegio electoral más cercano, está ocupado, se han metido dentro, y nos acercamos. Mientras nos organizamos, empezamos a recibir imágenes de cómo han entrado allí, con más violencia, y así voy a pasar el día: entre imágenes, dolida, desesperada, intentando votar en tres ocasiones en Sant Andreu de la Barca. Se abre un nuevo punto de voto alternativo, pero al rato ya van cincuenta agentes a llevarse las urnas. Cuando llegamos al tercer y último colegio electoral, el más grande y el más céntrico, está cerrado. Por precaución, y viendo cómo nos han desalojado de los otros tres, han decidido dar una tregua: hasta las cuatro, nada. Y ya me he dado cuenta: no pienso irme a dormir sin votar antes. Empiezo a tener algunas certezas que no había tenido hasta entonces, y me siento muy violentada. Qué ingenua, me digo, tantas veces el discurso épico de los demás te ha molestado, te ha hecho sentir una extraña, y ahora, mírate, me digo, mírate, metida en esto, contándoselo a todo el mundo, buscando que todos sepan lo que estás viendo.
No, no pude votar en Sant Andreu de la Barca. Me voy a mi pueblo natal, Sant Feliu de Llobregat, voy con mis padres y mi marido, con quien hace un año exacto estaba podando árboles. Entramos a mi instituto, y voto. Voto y hay normalidad a mi alrededor. Las imágenes de los demás votando con niños pequeños —mi hermana—, sin jaleos, sin miedo, sin agentes llevando en volandas a gente joven y gente mayor, sin nadie llorando, sin temor… todas esas imágenes me parecían, en Sant Andreu, de un mundo paralelo al nuestro. Qué estúpida me siento, de pronto. Y qué feliz.
Cuando volvemos a Sant Andreu de la Barca, unas mil personas están rodeando el último instituto. Se llama Montserrat Roig. Le voy preguntando a mi marido quiénes son los picoletos, los maderos, la pasma y los pitufos. Los piolines los tengo claros. Hasta ahí llegaba mi pasividad, mi ingenuidad. Nunca había necesitado llamar a los cuerpos policiales por su nombre de barrio, de la calle. Qué ternura. Finalmente, los agentes se han llevado urnas falsas en muchos casos, hay valientes en todas partes custodiando los votos, escondiéndolos, llevándoselos, buscando complicidades. Se cierran y se abren colegios, la gente forma pasillos para que voten ancianos. He tenido que pelear un poco por votar, pero ahora mil personas están cantando y algunos cánticos ya puedo seguirlos. Son cánticos dignos, firmes… y una locura en 2017, Europa, un país sin guerra. Nos dicen que ya podemos irnos a casa, que la Guardia Civil no ha podido llevarse nada, finalmente, que los votos ya se han contado. Oh, qué alivio, aplaudimos, todo vuelve a ser divertido, ya es de noche otra vez. Me preguntan si yo, como escritora, me mojo públicamente. Puedo decir que, hasta ayer, no. Pero ayer, en la calle, temblando y sentada en el suelo, fui consciente de mi ingenuidad. Y no sólo de eso, también de lo vulnerable que podemos ser todos.
Cuando llegamos a casa y encendemos el televisor, desfilan políticos con sus discursos vacíos, dantescos, vergonzosos. Ya no estoy enfadada, ya no me siento impotente, en mi casa, cenando con mi marido. Empieza, poco a poco, ahí viene, ya la noto, la tristeza. Las imágenes me duelen, hay épica y orgullo y dignidad en todos nosotros, pero yo me siento cansada y triste. Algunos conocidos se decepcionan conmigo y yo siento vergüenza de ellos, de cómo han cubierto la jornada en sus periódicos. Estoy agotada. Nunca, en mi vida, he defendido nada exponiéndome físicamente. Nunca, hasta ayer. Tampoco creí que hiciera falta. Ayer protegimos urnas. Me da vergüenza. Empiezo a decir lo que nunca creí que diría: que no olvidaremos. En nada os pareceré a todos una adoctrinada más, pero lo que aprendí ayer no fue una lección de nadie. En estos momentos, me llegan imágenes de un grupo de gente corriendo con las urnas. Los que hacían resistencia para cuando llegara la Guardia Civil se apartan y les dejan paso. El relato es épico, qué voluntad, qué dignidad, qué confianza, qué gente… y cuánta, cuánta pena.

5 thoughts on “Cuánta, cuánta pena…

  1. Un relat molt emotiu! Jo també vaig tenir una barreja de sentiments al llarg de la jornada. Vaig poder votar amb la meva mare, després de 3 hores d’anar amunt i avall, dins de les oficines d’una TV local. Molt surrealista tot plegat. No ho oblidaré mai la data de l’u d’octubre d’enguany per les coses bones que vaig viure, però malauradament, i per sobre de tot, per les dolentes, al ser aquestes totalment inesperades. Una forta abraçada!

  2. Aquestes impressions vívides, immediates, vivencials, són impagables… I necessàries. Això i els vídeos deixen memòria de fets que no convé oblidar. El teu escrit relata la història, la petita, aquella sense la qual la història global quedaria sense ànima. Felicitats.

Deixa un comentari