Cuando empecé a leer compulsivamente, hace diez años, apenas me costaba esfuerzo dar con el siguiente libro: daba un paseo por la librería, leía todas las fajas, todos los argumentos, las primeras frases, las biografías, elegía y me volvía a casa leyendo en el tren. Siempre acertaba. Por entonces aún no había leído ni a Natalia Ginzburg, ni a José Donoso, ni a Virginia Woolf, ni a Clarice Lispector, ni a Julio Cortázar. Apenas había leído, de modo que ajustándome a los autores y los libros de los cánones más tradicionales, siempre daba con el libro adecuado.
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