Cinco horas con Carmiña

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Cuando llegué a El Boalo, Carmiña hacía quince años que había muerto. Cuando yo la empecé a leer, hacía siete. Durante los ocho años que van de aquella primera lectura a la primera visita a su casa, Martín Gaite ha sido alguien fundamental en mi vida. Lo digo como advertencia, por si me excedo en los elogios, me vuelvo un poco romántica y no me queda margen –entre sensiblería y sensiblería– para hablar como es debido, sin la extravagancia del amor.
Tras leer con devoción todos sus libros, me quedaba volver al principio, a este libro febril de una febril y joven Carmen Martín Gaite. Aunque quizá ya va siendo hora de matar a la madre –me lo recordó Ana María mientras nos preparábamos para ir a comer a El Refugio–, aún no me había atrevido a releer los libros que me convirtieron en lectora no solo de sus libros, sino de todos. En mi vida antes de Carmen, solo me había interesado por algunas novelas obligatorias en el instituto, pero había pisado muy pocas librerías.
Quizá sí, quizá debería ir matando a la Gaite, meterla en cajas y seguir adelante con mis imperfecciones y mis manías, pero para mí Carmiña, las manos de Carmiña, son como las de una verdadera madre –manzanas cortadas–. Es difícil leer de nuevo este libro cuando una –es decir, yo– ya admira y quiere y se retuerce de gusto con las letras de una escritora como Carmen. Lo que señalo, lo que me llama la atención, no son más que insignificancias literarias con poco valor real, objetivo. Cuando se repasan las fotografías de la infancia, no se mira el enfoque ni la perspectiva, ni siquiera la luz. Así es como leo yo los libros de Martín Gaite que leí hace ocho años: buscando aquello que me deslumbró y dándole mayor atención a lo que me pasó desapercibido. Repaso, en el reencuentro, nuevas citas de las citas que ya creía viejas, y busco entre los sueños y lo fantástico de Carmen Martín Gaite lo que haya de verdad en sus palabras. Lo que dicen los demás de ella ya me lo sé. No necesito que más personas que la conocieron me digan cómo era: ya lo sé, un poco. No me doy cuenta, muchas veces, en mi ambición por acercarme todo lo posible hasta la escritora, de que leerla es más que suficiente para lo que preciso de ella. Aunque ahora, en la distancia, en el placer de la relectura, sigo buscando aquel abrigo que encontré la primera vez.
Esta lectura a tientas, desordenada y torpe, es lo que le auguro al lector que todavía no conoce a Martín Gaite, al lector que quizá haya decidido empezar por el principio y acercarse a una escritora convaleciente; le auguro un futuro reencuentro con estas mismas páginas, pero una sensación de nostalgia y pérdida muy grande –exactamente el estado en el que me encuentro–. La sensación de deuda y de lástima; una pena alegre.
Y hablo de deuda, sí. Porque a Carmiña le debo una buena y sólida puerta hacia mi edad adulta, el gusto por los cuadros de Edward Hopper, el descubrimiento de Natalia Ginzburg, algunas palabras como pesquisa y, sobre todo, cada uno de los libros que he escrito. No es poca cosa para alguien a quien jamás vi en persona. Pero he visto a Ana María, su hermana, y he visto sus boinas y algunas de sus bolsas; hasta me he atrevido a tocar sus objetos personales. He mirado con atención los cuadros que colgaban de sus paredes, los lomos de los libros que tenía en su amplia biblioteca. He besado a Fabio, la fidelidad convertida en jardinero. Y me he empapado de todas las anécdotas familiares que Ana María quiso contarme cuando me acerqué el pasado julio a su casa de El Boalo. Pero, por encima de todo, he leído cada uno de los libros que ha escrito.

Fragmento del prólogo a El libro de la fiebre,
de Carmen Martín Gaite, recién rescatado por Siruela.

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