El misterio del amor

—Que no se entere, si lo sabe te dejará y yo no puedo ser tu hombre.
—Biel no me dejará… Y yo no quiero ser tu mujer, no te equivoques.
—Mònica —digo—, no le des tantas vueltas, nos lo pasaremos de puta madre.
—Tú y yo nos lo decimos todo a la cara, ¿no? —dice ella so tender, y yo so gilipollas:
—No has entendido nada —y ella:
—Eres un imbécil.

Fue la única vez en mi vida que Mònica me miró con aquellos ojos «tú y yo nos lo decimos todo a la cara, ¿no?» y yo lo desaproveché creo que porque sinceramente no me lo esperaba. Me cambió drásticamente la imagen que tenía de ella, pero con mi rechazo repentino nunca hemos podido disfrutar del nuevo estatus que nuestra combinación estuvo a punto de llegar a ser aquel día. Es como si nunca hubiera dicho la frase. Hay un antes y un después de aquel momento, una Mònica A y una Mònica B, y por mi estupidez, ella siempre será A. A pesar de que me lo demostró y me lo dijo a la cara «soy B y ahora ya lo sabes» siempre haremos como si A. Lo más lamentable, y a menudo cuando lo pienso me hace avergonzarme de mí mismo, es que mi reacción fue fruto de la casualidad, fue un golpe de mala suerte. Dije «no has entendido nada» como podría haber dicho «cactus». Si hubiera dicho «turbulencia», ella habría respondido probablemente «ambulancia» y yo después «mixolidia» y ella «¿tú siempre esdrújula?» y yo «¿tú siempre táctica?» y ella «soy Mònica B» y yo «ya lo sé y a partir de ahora» y todo hubiera sido francamente diferente entre nosotros, como por ejemplo un «coco», el ser más diferente de todos los que se dejan caer de los «árbol». Pero a mí me salió «no has entendido nada» y a ella «eres un imbécil» y ya entre nosotros los «abismo» y hasta ahora.

JOAN MIQUEL OLIVER

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