Hay días en que no se tiene mucho que contar y otros días en que no se tiene mucho que contar pero se quiere contar algo. Ésos son los días del poeta, cuando hay esa necesidad, que es una necesidad estéril para el día a día, que no sirve para nada. Una inquietud que te sumerge en un vacío vacío vacío vacío.
Intentas escribir alguna cosa, lees lo que escriben los demás, crece la necesidad de ser brillante, de escribir con lucidez. Los demás, todos los demás que escriben, lo están haciendo en sus casas —escriben y escriben y escriben. Algunos tienen público y cuando digo público me refiero a un corrillo de personas que celebran cualquier cosa escrita. Otros escriben sin que nada, el jaleo del aplauso, les distraiga, les interrumpa.
Son los días del poeta. Como cuando se quiere tomar una fotografía y se mira la casa, la luz adecuada que se posa sobre las cosas, uno mira encuadrando sin querer, buscando ese momento delicado que el mundo te reclama. Pero no hay nada a tu alrededor salvo mediocridad: el plato sucio de haber comido, la ropa para planchar, el polvo instalado en algunos muebles, las arañas que hicieron suya la casa durante los dos años que estuvo inhabitada. No importa, sigues mirando para poder rescatar algo de todo eso, y quizá fotografiarlo, y quizá escribirlo. Para mostrarlo después: tu compromiso con los demás.
Pero no sirve de nada. Tu compromiso no sirve, tu lucidez no sirve, tu público no sirve —ni su aplauso. No sirve el desorden doméstico, no sirve la necesidad de ser brillante —no sirve serlo. Hay días para contar cosas, y hay días que no. Por hoy, habrá que conformarse.