Queremos tanto a la Matute

Ana_Mari_a_Matute_intervenida_x_Juan_Carlos_Villavicencio_Descontexto_2Ana María Matute no se ha muerto —se me ha muerto. A mí. Y ahora vamos a tener que reconstruir los tiempos verbales y usar los debidos. Vamos a tener que hablar de la Matute en pasado, y recordarla como se recuerda a los que ya no están, y vamos a tener que reformular nuestros pensamientos, y vamos a tener que guardarle un lugar privilegiado en nuestra mente. Hablaremos de ella en presente y rectificaremos: bueno, era. Todo eso vamos a tener que hacer con la Matute, sin que ella lo elija.
Vamos a hablar de sus libros, vamos a alabar sus cuentos, la infancia estará en primera línea de nuevo, y su pelo blanco, y sus manos enérgicas. Y cuando ya ha-yamos hablado todo lo que se pueda hablar de ella, poco a poco empezaremos a acostumbrarnos a que se nos haya muerto. A nosotros. Y nos prepararemos para el elogio, y una vez al año volveremos a decir de ella todo lo que de ella se pueda decir.
El año que viene, el 25 de junio, volveremos a pronunciar su nombre, pero no estaremos tan apenados —habremos dado paso al agradecimiento. Nos sentiremos en deuda con ella. Porque cuando un escritor muere, nada muere con él. Es la suerte con la que contamos los que leemos. El paso del tiempo no nos afecta, y la Matute ya siempre será la Matute, y siempre se habrá ganado el Premio Cervantes y habrá dado un discurso emocionante y personal.
Hablaremos de Ana María, algunos le pondremos el apellido para llamarla de cari-ño y otros se lo quitarán para hacerlo con familiaridad. Estaremos todo el día pensando en ella, y mañana haremos un recuento de todas las personas a las que echamos de menos como la echaremos de menos a ella en un tiempo: serenamente.
Y cuando el duelo estorbe y demos paso a la vida, y nos guardemos una sonrisa para la ternura intacta de la Matute; cuando podamos pensar en ella sin el rencor que se le guarda a la muerte enamorada, cuando ya nadie diga su nombre salvo en los 25 de junio del resto de nuestras vidas; cuando ya la Matute sólo sea Ana María Matute, yo estaré velando por ella como sólo velan los huérfanos.

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Esto lo escribí hace unos meses para La Vanguardia: un pequeño homenaje tras su muerte. Y hoy he ido a La Calders a hablar —junto a Silvia Sesé, Marina Espasa y Mari Paz Ortuño— de la Matute, y ahora me he acordado de esto: de que un día ya advertí que tendríamos que dejar de hablar en presente. En cambio, para mí, que no la conocí nunca en persona, hoy ha estado más viva que nunca, si es que uno puede estar más o menos vivo, más o menos muerto. Hemos hablado de la Matute, hemos leído a la Matute, nos hemos reído con la Matute: qué va a estar muerta.
Mientras las demás contaban cosas de ella, como sólo pueden contar los que la conocieron, yo recordaba las primeras horas que pasamos juntas, cuando abrí por primera vez sus libros, y me enternecía pensando en que no era una mentira, aquella mujer, porque me la estaban contando quienes la vieron: se la había inventado tan bien.
No tengo nada especial que decir de Ana María que no haya dicho ya, pero me apetecía dedicarle unas palabras a la charla de hoy y aprovechar para agradecerle a Isabel Sucunza que pensara en mí para este ciclo de lecturas. Porque hoy ha pasado algo en La Calders que no voy a olvidar nunca: Mari Paz Ortuño me ha dado una imagen y me ha hecho uno de los regalos más hermosos  —me ha abierto la puerta secreta del barco. El barco era la cama de la Matute, demasiado grande para lo pequeña que (era) es, y en ella reposaban libros, y entre aquellos libros había uno: el mío.
Cómo te voy a devolver ahora a la muerte, Ana María, amiga mía del alma.

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