La novela está entre las cosas del mundo que
son a la vez inútiles y necesarias, totalmente
inútiles porque están privadas de cualquier
razón de ser visible y de cualquier intención;
y, sin embargo, necesarias a la vida como el pan
y el agua, y está entre aquellas cosas del mundo amenazadas
de muerte y que son, sin embargo, inmortales.
NATALIA GINZBURG
Que las mujeres de Natalia Ginzburg son tristes, he leído. Y siempre se dice lo mismo: que sus personajes femeninos están cargados de melancolía, son infelices. Que son «mujeres silenciosas, solitarias, a menudo resignadas y aturdidas, que contemplan sus pequeñas vidas, vacías e incoloras, y apenas si pueden recordar unos pocos momentos de felicidad, mujeres que asoman de vez en cuando a la luz para enseguida reintegrarse a la sombra en la que siempre han vivido. Instaladas en el reducido ámbito de lo doméstico, sueñan con tener su propia casa y preparan el ajuar sin demasiada convicción, dispuestas como están a aceptar un matrimonio sin amor, y mientras tanto asisten con perplejidad al ir y venir de los hombres, caprichosos, contradictorios e inconstantes cuando no mezquinos y cobardes», dice Ignacio Martínez de Pisón. Y no seré yo quien le lleve la contraria, pero esto pretende ser un elogio de la vida cotidiana.
Es cierto, son mujeres así: pero no son mujeres así porque Natalia Ginzburg tenga interés alguno en retratar a la mujer de una determinada forma —lo que hace es calcar la realidad. Sí, sus mujeres son así, porque las mujeres son así, también, fuera de sus libros, fuera de todos los libros. «”Pobres de nosotras, las mujeres —dijo—. Nos chupan la sangre. Nos pisotean. No nos miran a la cara durante años y de repente nos miran y se sorprenden de que tengamos arrugas, los ojos cansados, el pelo sin vida”. “Pero tú no tienes el pelo sin vida”, dijo Ilaria. La Rirí se recompuso el moño. “No se nota tanto que está sin vida porque me lo peino así. Pero está sin vida. Por la noche cuando me lo suelto y me lo toco me da pena» (Burguesía). Así, más que un retrato psicológico de los personajes de Natalia Ginzburg, lo que me gustaría es alabar su mirada, cómo se posa sobre lo cotidiano, sobre lo absurdo, sobre la ternura y sobre lo sutil de los días. Éstas son las pequeñas virtudes de la escritora italiana: sabe ver donde los demás no. De la misma manera que en el colegio, para saber cuál es el complemento directo, preguntamos qué al verbo, para entender lo que quiero decir sobre la narrativa de ficción de la Ginzburg, hay que preguntarle al libro de qué va: y nunca va de nada. Va un poco de la vida, va otro poco de cómo una mujer afronta una pérdida o una ausencia, va de cómo la guerra es devastadora, va a veces de cómo nos adaptamos a las nuevas realidades. Pero, en esencia, va de todo y de nada —un pueblo, una ciudad, mujeres, hombres, niños. No hay nada que sea más importante o menos, no ocurren grandes acontecimientos: todo es sobre lo invisible del día a día, las bromas sencillas de la vida familiar, lo íntimo de una mujer, pero también la tierna brusquedad del hombre. Natalia Ginzburg posee el don de ser indulgente con la pena, con la rutina, con la mediocridad. Es tan misericordiosa con el desorden y lo inútil, que lo convierte en extraordinario. Por eso se cierran los libros con la sensación de que nos han contado cualquier cosa y, en el fondo, está hueca la tal cosa —por eso el personaje se queda. No le importa que no haya un gran estruendo en medio de la novela que lo remueva todo y recoloque. No le importa lo lineal en la trama o en el personaje: todo lo que cuenta es un círculo que no se cierra nunca y que sigue girando incansable incluso sobre lo no descrito; es una enumeración de razones para seguir vivo.
«Me caso con él por las siguientes razones, que he examinado atentamente una por una. Porque quiero tener hijos. Porque ya tengo treinta y tres años. Para dar una alegría a mi padre. Porque podré seguir ocupándome de mi casa hasta que mis hermanos crezcan, ya que mi casa y la de los Mazzeta sólo se encuentran separadas por un patio. Porque a nadie se le ha ocurrido nunca casarse conmigo y a Mazzeta sí. Porque es una buena persona. Siempre que mi padre le ha pedido dinero prestado se lo ha dado y nunca se ha enfadado porque no se lo devolviera, sino que ha seguido viniendo de vez en cuando a nuestra casa después de cenar a jugar a la escoba y a charlar con mi padre, y eso que charlar con él no es nada fácil, porque hay que repetirle las cosas un montón de veces. Porque soy pobre. Cuando me case no seré rica, pero seré menos pobre. Porque aquí, en Luco, llevo una vida muy dura y pienso, no sé si me equivoco, que cuando esté casada será más liviana.
Nino Mazzeta se casa conmigo por las siguientes razones, que me ha enumerado una por una. Porque no le parezco fea. Porque soy de costumbres sencillas. Porque no le intimido, aunque yo sea licenciada en filología y él sólo haya estudiado hasta quinto de Básica. Su mujer muerta le intimidaba, aunque ella sólo hubiera estudiado hasta tercero de Básica. Era de carácter pendenciero y no fueron nada felices. Porque toco la flauta. Porque cocino mal y a él le gusta comer bien, pero piensa que con un libro de cocina aprenderé enseguida. Porque me conoce desde que era pequeña. Porque conoce bien a mi familia.
También yo le conozco desde que era pequeña, pero a mí eso no me agrada demasiado. Me parece que tengo el futuro pegado a las suelas de los zapatos» (La casa y la ciudad).
Así son, también, sus ensayos. Diría que el personaje femenino de Natalia Ginzburg no es triste, sino imperfecto y humano; de la misma manera que diría que el yo de Natalia Ginzburg, el de sus artículos y ensayos y relatos biográficos, es imperfecto y deliciosamente humano. De los escritores uno siempre espera, terrible error, que sepan de todo, y que sepan mucho. Se esperan grandes titulares, cierres con broche de oro, respuestas ingeniosas, alguna que otra cita y, a poder ser, una frase contundente que hable de la escritura, del proceso creativo. Otra de las pequeñas virtudes de la Ginzburg es precisamente que no necesita alardear. Y no sólo eso, sino que juega con las cartas descubiertas: nos muestra todas sus debilidades, sus carencias culturales, sus dudas, su incapacidad —su humanidad. «Todos sus ensayos son inolvidables. No sólo por lo maravillosamente que están escritos, sino por esa forma tan suya de dirigirse a nosotros sin darse importancia, sin presumir de nada ni escucharse a sí misma, a la manera de esas personas queridas que, cuando vamos a partir de viaje, se limitan a llamarnos la atención sobre algo que habíamos olvidado. Y lo que escribe siempre nos sorprende, incluso cuando se ocupa de los temas más comunes o más aparentemente ajenos a nuestras preocupaciones», dice Gustavo Martín Garzo, y no le falta razón. No tiene ningún problema al reconocer sus limitaciones, y eso es lo que precisamente engrandece a la figura de la escritora, que en los ensayos es cercana e imperfecta, tal como nosotros, sus lectores de ficción, esperamos de ella. «Entiendo muy poco de pintura y raramente contemplo largo tiempo cuadros o reproducciones. Sin embargo, me gusta mucho contemplar durante largo tiempo las reproducciones de Edvard Munch. A mi entender, es un pintor grande y maravilloso. Pienso que mi manera de mirar sus cuadros no es la de quien gusta y entiende de pintura sino, por el contrario, una manera bastante tosca, de novelista» (Nunca me preguntes).
Pero no mentiré: no diré que esto es un elogio de la vida cotidiana y que no es cierto, o que no es únicamente cierto, que los personajes femeninos de Natalia son tristes y silenciosos. «La felicidad siempre parece mentira, es como el agua, y se comprende sólo cuando se ha perdido», se dice en “Las palabras de la noche”. Y ése es el poso que deja: más que infelices, tienen una felicidad poco literaria. La Ginzburg no miente cuando dice que no entiende las óperas, que no sabe escucharlas, o que no sabe de pintura y mira los cuadros de Edvard Munch como una novelista —por eso también es honesta con sus personajes y los hace así, capaces de ver la felicidad cuando ya no la tienen. No es fácil: parece, pero no lo es. De su escritura podemos deducir que hay mucha naturalidad, mucha intuición; ni mucho menos: para conseguir tal honestidad, tal apego a la realidad, de una realidad íntima y lúcida, bien característica; para conseguirlo todo con brillo, se necesita muchísimo trabajo. Nada más y nada menos que el que Natalia Ginzburg está dispuesta a hacer por sus historias de nada, de un poco de vida, de otro poco de ternura y bondad.
Natalia Ginzburg es una mujer sorprendida por la vida. Anda por el mundo con perplejidad, y se extraña de no comprender algunas cosas, de no poderlo abarcar todo, aunque a otros les resulte tan sencillo. Por eso sus mujeres están hechas del mismo material y a veces nos pueden parecer melancólicas —sólo están asombradas. Es de una riqueza, precisamente porque duda y se atreve a dudar, inigualable; de una sensibilidad extraña, amplia y fundamental.
Cuando abrí “Las palabras de la noche”, el segundo libro que leía de Natalia Ginzburg, me encontré con una nota de advertencia antes de empezar la novela: En este relato los lugares y los personajes son imaginarios. Los unos no se encuentran en parte ninguna del mundo y los otros no viven ni han vivido nunca en parte ninguna del mundo. Y ya lo siento, porque he llegado a amarles como si fuesen reales. Entonces lo sospechaba pero aún no lo sabía: que Natalia Ginzburg era una de las mías, y aunque no viviera ya en ninguna parte del mundo, la amaría como si estuviera viva; porque, como decían de Carmen Martín Gaite —en vida ya era eterna.
Cuando abrí “Las palabras de la noche”, el segundo libro que leía de Natalia Ginzburg, me encontré con una nota de advertencia antes de empezar la novela: En este relato los lugares y los personajes son imaginarios. Los unos no se encuentran en parte ninguna del mundo y los otros no viven ni han vivido nunca en parte ninguna del mundo. Y ya lo siento, porque he llegado a amarles como si fuesen reales. Entonces lo sospechaba pero aún no lo sabía: que Natalia Ginzburg era una de las mías, y aunque no viviera ya en ninguna parte del mundo, la amaría como si estuviera viva; porque, como decían de Carmen Martín Gaite —en vida ya era eterna.