Los aviones

Dice: 
—¿A que no sabes qué?
Le digo a mi madre que no sé qué, y me dice que el otro día fue a comprar chicles y una tarjeta para el tren, y se encontró a la vecina de abajo en el ascensor. Hace más de diez años que vivimos en el bloque y a la vecina de abajo, desde el primer día, la llamamos La Maestra. No porque lo fuera, sino porque tenía cara de ser maestra: gafitas redondas, media melena, discreta.
—Y habla que da gusto.
Habla que da gusto, siempre tan correcta, y muy educada, una de las más educadas del edificio… aunque también es verdad que, en eso, no tiene muchos competidores. Cuando empezamos a vivir ahí, La Maestra, o La Profesora, según nos da, estaba sola con su hija, porque se había divorciado y vivían las dos solas. Al poco, al poquísimo, tuvo un accidente de tráfico muy grande y la tuvieron que operar del ojo, de toda una parte de la cara, más de la mitad, y se le ha quedado mal. Por entonces, nosotros en casa la llamábamos La Maestra pero no teníamos ninguna confianza, y como estaba separada y siempre parecía triste… eso sí, muy correcta siempre, la más educada, pero parecía triste; en fin, que llegamos a pensar que su exmarido le habría dado una paliza o cualquier otra cosa. Pero con el tiempo seguíamos viéndola con la cara tapada, y después una operación, que se le veía una cicatriz enorme, y poco a poco más confianza, hasta que preguntó mi madre y nos enteramos de que había sido un accidente de tráfico. A partir de entonces, dejamos de hablar del tiempo con ella en el ascensor, y empezamos a hablar de la mala suerte de haberse separado, cambiado de casa y destrozarse la cara en cuestión de meses. Dice:
—¿A que no sabes qué?
—No sé qué.
—Que fui a comprar chicles el otro día… bueno, y una tarjeta para tu padre, que ahora va en tren a trabajar… y me encuentro a la de abajo, La Maestra, y le digo que qué mal está el trabajo y dice que sí… y me dice que ella, por ejemplo, ahora está de suplencia. Le pregunto a qué se dedica y me dice ¡que es profesora! No sabes qué risa.
—¿Pero te reíste delante de ella? ¿Le has contado que la llamamos así?
—No, hombre… me reí luego, con tu padre.
—Y qué tiene de malo… seguro que no le molesta, y menos si es profesora.
Después nos hemos puesto a hablar de su hija, que dice que si la veo no la conozco porque ya es una mujer, y le he ido preguntando por todos los niños del bloque que hace tiempo que no veo. La otra, la del primero, que no me acuerdo cómo se llama (Pili), que la confundo con la del bajo (Maribí), y la otra, la de los ojos azules (ésa no sé cómo se llama).
—Y el de delante, ¿qué? Enorme, ¿no?
—No… no te pienses… está canija, no parece muy grande. Y lleva las uñas pintadas de negro.
—No, pero yo digo el niño, no la niña.
—El niño es el que tiene las uñas pintadas de negro, te digo. Que su padre le ha comprado todas las cosas y dice que se ha gastado un dineral en el niño. Y que hace la manicura y la pedicura ahí, en su casa.
—¿No te estarás confundiendo?
—Que no… que te digo que el niño. Parece un poco maricón, la verdad.
No sabe dónde va, a qué academia, pero le ha comprado de todo y hace la manicura y la pedicura ahí, en su casa. ¿A quién? A conocidas, a ver, el pobre. Por ejemplo, a la vecina le hace los pies y las manos. No a la profesora, a otra. 
—No, la mujer del Bombero tampoco… que por cierto, ya se lo he dicho a tu padre, tampoco es bombero… trabaja en no sé qué, en una oficina.
—Espera un momento, mamá, que le hago una foto a ese avión.
—¿Y pa’ qué?

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