La Otra Alemania

VOZ DE BERLÍN 
En cuanto vi a los camisas pardas, pensé en mi madre. Pensé en cuando me acariciaba la cabeza y me decía que tú serás un buen chico, ¿verdad que sí, mi amor? Me acariciaba la cabeza y me decía que sería un buen chico, y yo lo único que quería en la vida era complacer a mi madre, que era tan dulce. Lo que mi madre entendía por buen chico era que me dejara circuncidar sin llorar y sin quejarme mucho, sin dolerme, sin protestar y, a poder ser, sin hacer preguntas. Lo que mi madre consideraba un mal chico era todo lo contrario. En cambio, para mi hermano, eso era un maricón. Vi a los camisas pardas y me acordé de mi madre y me puse a temblar. Después me acordé de mi hermano, que no hacía otra cosa que interponerse entre nuestra madre y yo, y pensé: maricón lo serás tú. Creí que sólo había sido un pensamiento, pero debí mover los labios, porque uno de los camisas pardas vino hacia mí y cuando lo tuve enfrente, se detuvo y dijo: 
—¡Éste! 
Otro de los camisas pardas preguntó que cómo podía estar tan seguro de que era uno de ellos, si tenía el pelo bastante claro, los ojos azules y la piel muy blanca. Y entonces me acordé de mi padre, al que no me parecía nada en absoluto. Me acordé de cuando en casa se discutía de si yo era el favorito o no, de por qué lo era, de por qué tan rubio y tan blanco, tan poco… judío. Parece increíble que desde que el primer hombre dijo ¡éste! hasta que el segundo me cogió del brazo y me zarandeó, me diera tiempo a pensar en todas aquellas cosas con precisión, pero así es. Después el tiempo se aligeró: el primero me lanzó al centro de la calle, parando el tráfico, me bajó los pantalones y me ordenó bajarme yo mismo la ropa interior. Lo hice, lo hice lentamente, como lo haría un amante, y ahí estaba: la circuncisión. 
VOZ DE LONDRES 
Miro a la mujer que tengo delante y la miro sabiendo que va a morir. La miro sabiendo que las dos vamos a morir, que yo también voy a morir. Que después no habrá nada. En la cocina, uno de los cabecillas está preparando café. Toda la casa huele a café. También toda la casa huele a Veronal. Frente a mí, una mujer a la que miro sabiendo que va a morir y que me devuelve la misma mirada. En cuanto se acabe de hacer el café, nos lo tomaremos sin manos, tal como nos los ofrezcan, y dentro habrá suficiente Veronal como para matarnos. Lo sabemos las dos, las dos asumimos la muerte con tanta naturalidad como el primer café que nos tomaremos esta mañana. 
Primero se lo toma ella porque lo que esperan no es solamente que yo muera, sino que sufra viendo cómo lo hace mi compañera. Ahora ella bebe sin resistencia mientras los cabecillas se van riendo entre ellos, sin atreverse a mirarnos. Se le cae la cabeza a un lado y después adelante. Ahora veo toda su cabeza, sus cabellos. Para que no me relaje, la cogen de la melena y vuelven a hacer que me mire, ya desde la muerte, mientras yo misma voy siguiendo los mismos pasos. Me bebo el café, un café que apesta a Veronal y a que me voy a morir, y justo cuando creo que se me va a caer la cabeza primero a un lado y después hacia delante, con la barbilla clavada en el pecho, cuando creo que voy a dejar de sentir, sé que estoy al otro lado del umbral de la vida y que sigo siendo yo. Que no he dejado de vernos, desde otra capa que el mundo me tenía reservada para que no me perdiera ni un solo detalle de mi propia muerte. Los cabecillas nos desatan, nos cogen con sus brazos y nos dejan reposando en la cama. Nos ponen frente a frente, muy juntas. Uno de ellos decide que pasemos a la eternidad cogidas de la mano, como rezando al unísono, para poder testificar en el juicio que nos hemos suicidado, que lo hicimos juntas, que nos amábamos. Miro a la mujer que tengo delante, a la que le estoy cogiendo las manos en la muerte, la miro y tiene un poco de sangre en la nariz. Para cuando nos encuentren, esa sangre ya estará seca, nuestras manos seguirán unidas y ya sólo quedará una versión válida para la humanidad. Si quieren que todos crean que amo a esta mujer, que me suicido con ella en un acto de amor, no seré yo quien les lleve la contraria. Podría decirse que incluso en estos momentos sigo amando a mi país. 
VOZ DE VARSOVIA 
Todavía, aunque no lo parezca, soy una judía. Por la mañana, bien temprano, cuando me he encontrado con mi vecino en la escalera, le he dicho que todavía soy una judía. «Pero te has teñido el pelo», me ha dicho. Pero soy una judía, señor. «Pero has aprendido a no dejar el bolso como una judía», me ha dicho. Pero soy una judía, señor. «Pero sabes rezar el Ave María como lo hacen ellos», me ha dicho. Pero soy una judía, señor. 
Soy una judía, aunque vaya vestida de otra cosa. Se lo demostraré cuando salgamos a la calle y haya un guardia esperando en nuestro edificio, porque es un edificio enteramente judío, y nos quieran retener, y nosotros nos resistamos, y a mí me aparten sin que él lo entienda. Se lo demostraré mientras estamos esperando que nos vengan a buscar para arrestarnos, mientras espero que vengan a arrestarlos a todos ellos, mis vecinos judíos, y haya música al otro lado de la calle, unos músicos que tocan porque no tienen nada mejor que hacer, músicos judíos obligados a tocar música judía que suene exactamente como suenan los judíos. Le demostraré a mi vecino que sigo siendo una judía, porque aunque es a ellos a quien están a punto de arrestar, es a ellos a quien se llevarán -sin que yo sepa dónde- soy yo también la que está ahora mismo siguiendo el compás de la música judía con el pie, un pie judío de una judía que delata a sus iguales. Soy una judía, señor. Si me he teñido el pelo, he cambiado la voz, miro con una mirada tranquila, no dejo el bolso como una judía ni rezo como una judía, es sólo porque soy una judía. De lo contrario, no tendría que tomarme tanta molestia para sobrevivir.

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