Despierta Eliseo y sabe, por el olor que hay en la casa, que no va a tener que ir al colegio. Los domingos por la mañana viene Vicenta y les trae unas tortas que prepara ella en el horno de su casa. Se levanta pronto, hace las tortas y las lleva para que Eliseo las tome para desayunar. Desperezándose, se levanta de la cama y empieza a vestirse con la ropa que la criada ha dejado dobladita sobre la silla. Por la noche, mientras él duerme, se la coloca para que la encuentre impecable al despertar. Todo eso son ideas de su madre, que no tiene otra cosa mejor que hacer que ordenar a la criada. Cuando aparece en el salón, se encuentra a Vicenta y a su madre. Tienen la luz encendida y son las doce de la mañana y entra tanto sol por la ventana que Eliseo sabe que alguna cosa no va bien. Su madre lleva en la mano una pequeña linterna y tiene cara de angustiada.
-Buenos días, Vicenta, mamá.
Las dos siguen buscando cualquier cosa y no reparan en él. Debo haber perdido el norte, dice Vicenta, y sigue buscando mientras ya mira de reojo a Eliseo y piensa que está tan hermoso con esa nueva camisa que compró la criada para él. La vio el otro día de camino al mercado y allí mismo le mostró la camisa que ahora llevaba Eliseo: justo le queda como lo había imaginado.
-Recuérdame…
Dice Vicenta. Y entonces se calla y está mirando a Eliseo y no sabe cómo continuar, sabe cómo debería hacerlo, pero quiere callarse y decir eso solamente, recuérdame, pero la madre ya ha vuelto la mirada a ella y pregunta qué quiere que le recuerde.
-Que después me lleve el plato de las tortas. No sé qué me pasa que se me caen las cosas de las manos y ya me quedan pocos, perdona la ridiculez de llevarme el plato sin lavar, pero es que apenas puedo prescindir de él. Recuérdamelo, haz el favor, no sé dónde debo tener la cabeza.
Eliseo tiene catorce años y mide casi dos metros. Todo el mundo hace referencia a su edad y después a su tamaño y él pone los ojos en blanco de cansancio y su madre le da un toque para que deje de hacerse el insolente. Está parado en medio del salón, tocando casi la lámpara con la cabeza, un poco dormido todavía, y entonces llega la criada y dice: hay que ver lo que ha crecido este niño, Dios santo, ayer mismito estaba así. Y da una medida con las manos que no levanta más que un metro del suelo. Eliseo no tuerce los ojos ni casi escucha lo que dice la criada, que le sacude la camisa zarandeándolo, de tanto como la oye gimotear y hablar por toda la casa, a todas horas. Vicenta dice:
-Para mí que he estado toda la noche sin dormir, este atolondramiento no es normal. Mi madre dice que sí, que serán cosas de la edad, pero qué sabrá ella.
La madre de Eliseo pregunta por la anciana y Vicenta dice que no anda demasiado bien, que todos los días le duele algo, que no deja de quejarse y que, como pase mucho más rato en esa casa buscando, a la vuelta, va a estar hecha unos zorros, así que debe volver inmediatamente o…
Eliseo se siente agotado también aunque sepa que sí ha dormido toda la noche y su cansancio se debe al cambio de estación. Desde que es verano no se encuentra demasiado bien. Sigue en silencio en medio del salón mientras Vicenta y su madre siguen buscando y la criada, por no quedarse quieta, busca también, pero sin saber el qué.
-Ya no somos las que éramos, de eso no cabe duda.
Vicenta tiene la costumbre de hablarse a sí misma en alto.
-Buenos días, Vicenta, mamá.
Las dos siguen buscando cualquier cosa y no reparan en él. Debo haber perdido el norte, dice Vicenta, y sigue buscando mientras ya mira de reojo a Eliseo y piensa que está tan hermoso con esa nueva camisa que compró la criada para él. La vio el otro día de camino al mercado y allí mismo le mostró la camisa que ahora llevaba Eliseo: justo le queda como lo había imaginado.
-Recuérdame…
Dice Vicenta. Y entonces se calla y está mirando a Eliseo y no sabe cómo continuar, sabe cómo debería hacerlo, pero quiere callarse y decir eso solamente, recuérdame, pero la madre ya ha vuelto la mirada a ella y pregunta qué quiere que le recuerde.
-Que después me lleve el plato de las tortas. No sé qué me pasa que se me caen las cosas de las manos y ya me quedan pocos, perdona la ridiculez de llevarme el plato sin lavar, pero es que apenas puedo prescindir de él. Recuérdamelo, haz el favor, no sé dónde debo tener la cabeza.
Eliseo tiene catorce años y mide casi dos metros. Todo el mundo hace referencia a su edad y después a su tamaño y él pone los ojos en blanco de cansancio y su madre le da un toque para que deje de hacerse el insolente. Está parado en medio del salón, tocando casi la lámpara con la cabeza, un poco dormido todavía, y entonces llega la criada y dice: hay que ver lo que ha crecido este niño, Dios santo, ayer mismito estaba así. Y da una medida con las manos que no levanta más que un metro del suelo. Eliseo no tuerce los ojos ni casi escucha lo que dice la criada, que le sacude la camisa zarandeándolo, de tanto como la oye gimotear y hablar por toda la casa, a todas horas. Vicenta dice:
-Para mí que he estado toda la noche sin dormir, este atolondramiento no es normal. Mi madre dice que sí, que serán cosas de la edad, pero qué sabrá ella.
La madre de Eliseo pregunta por la anciana y Vicenta dice que no anda demasiado bien, que todos los días le duele algo, que no deja de quejarse y que, como pase mucho más rato en esa casa buscando, a la vuelta, va a estar hecha unos zorros, así que debe volver inmediatamente o…
Eliseo se siente agotado también aunque sepa que sí ha dormido toda la noche y su cansancio se debe al cambio de estación. Desde que es verano no se encuentra demasiado bien. Sigue en silencio en medio del salón mientras Vicenta y su madre siguen buscando y la criada, por no quedarse quieta, busca también, pero sin saber el qué.
-Ya no somos las que éramos, de eso no cabe duda.
Vicenta tiene la costumbre de hablarse a sí misma en alto.