Para mi padre y mi abuelo,
porque hasta el silencio
y la discreción
tienen cuentos
porque hasta el silencio
y la discreción
tienen cuentos
-Anda, anda, anda (les echa de casa como si fueran gallinas, con las manos haciendo un vacío del mismo tamaño), fuera, fuera, a la peluquería, que este niño ya no ve por los ojos, con ese flequillo, anda, anda, no quiero escucharte ni a ti tampoco.
Darío y su padre salen por la puerta poniéndose las chaquetas y, cuando llegan a la calle, el padre se toca los bolsillos del abrigo y se para en seco. Los dos saben qué pasa y dudan, sin preguntarse nada, de si es buena idea volver a entrar. Darío (esta vez el padre, se llaman igual) toca la puerta con el puño y espera paciente al principio y medio enfadado (de esa forma que se enfada él, que no impresiona) a los minutos. La esposa abre un poco la puerta sin dejarles entrar:
-Ahora qué pasa, qué queréis. ¿Ya no te queda dinero?
-Sí me queda, pero me he dejado el libro encima de la mesa. Tráemelo.
La mujer cierra de nuevo con pestillo y va a buscar el libro mientras piensa y dice también maldito libro. Lo coge y se lo mira preguntándose qué tendrán esas dichosas historias que lo dejan como fuera de juego. Cuando vuelve a salir, los encuentra igual. Le da el libro y cierra rápido la puerta para que no puedan entrar ni rechistar siquiera.
-Dichosa la prisa que tiene siempre tu madre, dice el padre sin mirar a Darío, que sabe perfectamente que no es prisa lo que tiene su madre.
Empiezan a caminar hacia el barbero de la plaza y al muchacho le sudan las manos dentro de la chaqueta, escondidos como tiene los puños dentro de las mangas. Mira a través del flequillo y piensa que sí ve, que ve perfectamente. Sopla como si fuera un caballo y los pelos, lacios y sin gracia ninguna, se vuelan hasta caer de nuevo en la frente, haciéndole cosquillas algunos en la nariz. De vez en cuando saca las manos y se las seca en el pantalón. Por otra parte, el padre va acariciando el libro, pensando en cuál fue la última frase que leyó por la noche, cuál, literalmente, fue, y en qué situación había dejado la novela, qué estaba ocurriendo. Y le entra la prisa por sentar al chico en la silla del barbero y comenzar a leer. Mientras piensa todo eso, llegan a la plaza y están dentro del local. Se quitan los abrigos y el barbero pregunta si hace frío.
-¡Menudo pelazo, chico! Esta vez te has esperado hasta el último momento, ¿eh? A ver cómo gobernamos hoy ese remolino. He estado pensando y creo que ya sé cómo hacerlo para que no me traiga problemas. Es el remolino peor de todo el pueblo, estarás orgulloso, ¿eh? ¿Eh, muchacho?
Darío le mira y, si no fuera tan tímido, si no le diera tanta vergüenza, le haría una mueca para hacerle entender que no son amigos y que nunca van a serlo. Mira a su padre intentando demostrar que él tampoco lo será jamás, pero ya tiene el libro en las manos abierto por la página que tenía una esquina doblada y está, como dice su madre, en fuera de juego.
Se sienta en la silla y el barbero le coloca una capa (lo único que le gusta de la visita) por encima. Dirigiéndose al padre, dice:
-¿Por dónde se lo corto, Darío?
Y el chico se pregunta en qué momento se dieron el nombre y la confianza, en qué momento su padre le traicionó y se hizo su amigo, por qué siempre le pilla de sorpresa, después de tanto tiempo, y si fue antes de que él naciera, porque eso le disculparía tantísimo a su padre.
-Ya te aviso yo, ya te aviso.
Mientras el barbero le corta el flequillo y Darío siente unas terribles cosquillas en la nariz y en toda la cara, el padre empieza a sumergirse en Los escopeteros, saliendo de aquel lugar que tan poco le emociona, volando hacia el oeste, convirtiéndose él mismo en uno de los malos, montando sobre un caballo y poniéndoselo difícil al protagonista, siendo ese personaje que acaba cayendo mal de lo bien que está haciendo, de lo bien que hace el mal. Escucha de fondo las tijeras y por un momento se despista y piensa qué hubiera pasado si no le hubiera quitado la novia al barbero, si hubiera dejado que su esposa se quedara con él, cómo sería Darío si no fuera su hijo y si se llamaría Darío. Cierra un momento el libro porque está pasando letras y palabras y peligros sin darse cuenta y sin entender nada, centrado en su propia realidad. Siempre que va al barbero le pasa lo mismo, se pregunta igual las mismas cosas. Mira un poco al frente y ve a Darío a través del espejo con el pelo cortito, aprovechando que ha levantado la mirada del libro el barbero le pregunta si ya está bien así.
-No, un poco más. Después Matilde dice que le crece demasiado pronto y que es porque no se lo hemos cortado suficiente. Pero es que el chico no quiere… no quiere…
Darío reza para que falte poco, empieza a verse las orejas salir del pelo y toda la cara la tiene ya al descubierto. No se atreve a mirar al suelo para comprobar todo lo que ha caído ya porque tiene miedo de que la tijera le atraviese la cabeza, pero lo miraría y hasta lloraría. Piensa en su madre y dice: el pelo crece, hijo, el pelo crece.
El padre vuelve a Los escopeteros y se olvida de todo, vuelve a ser el malo, a mascar un trozo de palo duro, llevándoselo a un extremo de la boca, vuelve a galopar sobre un caballo y a desear hacer bien el mal. Lee, lee, lee y lee compulsivamente durante un buen rato.
-¡¡¡Papá, papá, párale de una vez!!!
Cuando Darío levanta la cabeza ve a su hijo prácticamente calvo y con cara de miedo, de terror, de ganas de llorar, de morir casi, con ganas de desaparecer. Piensa: es guapo, Darío es guapo y esto no le afea ni siquiera un poco, se le ven mejor los ojos, grises, y la cara de niña que tiene, no pasa nada, no pasa nada, al fin y al cabo, el pelo crece, siempre crece. Aún así, piensa en su esposa y siente un escalofrío.
El muchacho ha pegado un salto de la silla y se ha quitado la capa. Se ha puesto la chaqueta y le ha traído a su padre la suya para no perder ni un segundo, para salir huyendo de allí cuanto antes. Le pagan corriendo y salen por la puerta, un segundo antes de que se cierre, el barbero dice con un tonillo que advierte nostalgia y un poco de maldad:
-Dale recuerdos a Matilde.
Darío y su padre salen por la puerta poniéndose las chaquetas y, cuando llegan a la calle, el padre se toca los bolsillos del abrigo y se para en seco. Los dos saben qué pasa y dudan, sin preguntarse nada, de si es buena idea volver a entrar. Darío (esta vez el padre, se llaman igual) toca la puerta con el puño y espera paciente al principio y medio enfadado (de esa forma que se enfada él, que no impresiona) a los minutos. La esposa abre un poco la puerta sin dejarles entrar:
-Ahora qué pasa, qué queréis. ¿Ya no te queda dinero?
-Sí me queda, pero me he dejado el libro encima de la mesa. Tráemelo.
La mujer cierra de nuevo con pestillo y va a buscar el libro mientras piensa y dice también maldito libro. Lo coge y se lo mira preguntándose qué tendrán esas dichosas historias que lo dejan como fuera de juego. Cuando vuelve a salir, los encuentra igual. Le da el libro y cierra rápido la puerta para que no puedan entrar ni rechistar siquiera.
-Dichosa la prisa que tiene siempre tu madre, dice el padre sin mirar a Darío, que sabe perfectamente que no es prisa lo que tiene su madre.
Empiezan a caminar hacia el barbero de la plaza y al muchacho le sudan las manos dentro de la chaqueta, escondidos como tiene los puños dentro de las mangas. Mira a través del flequillo y piensa que sí ve, que ve perfectamente. Sopla como si fuera un caballo y los pelos, lacios y sin gracia ninguna, se vuelan hasta caer de nuevo en la frente, haciéndole cosquillas algunos en la nariz. De vez en cuando saca las manos y se las seca en el pantalón. Por otra parte, el padre va acariciando el libro, pensando en cuál fue la última frase que leyó por la noche, cuál, literalmente, fue, y en qué situación había dejado la novela, qué estaba ocurriendo. Y le entra la prisa por sentar al chico en la silla del barbero y comenzar a leer. Mientras piensa todo eso, llegan a la plaza y están dentro del local. Se quitan los abrigos y el barbero pregunta si hace frío.
-¡Menudo pelazo, chico! Esta vez te has esperado hasta el último momento, ¿eh? A ver cómo gobernamos hoy ese remolino. He estado pensando y creo que ya sé cómo hacerlo para que no me traiga problemas. Es el remolino peor de todo el pueblo, estarás orgulloso, ¿eh? ¿Eh, muchacho?
Darío le mira y, si no fuera tan tímido, si no le diera tanta vergüenza, le haría una mueca para hacerle entender que no son amigos y que nunca van a serlo. Mira a su padre intentando demostrar que él tampoco lo será jamás, pero ya tiene el libro en las manos abierto por la página que tenía una esquina doblada y está, como dice su madre, en fuera de juego.
Se sienta en la silla y el barbero le coloca una capa (lo único que le gusta de la visita) por encima. Dirigiéndose al padre, dice:
-¿Por dónde se lo corto, Darío?
Y el chico se pregunta en qué momento se dieron el nombre y la confianza, en qué momento su padre le traicionó y se hizo su amigo, por qué siempre le pilla de sorpresa, después de tanto tiempo, y si fue antes de que él naciera, porque eso le disculparía tantísimo a su padre.
-Ya te aviso yo, ya te aviso.
Mientras el barbero le corta el flequillo y Darío siente unas terribles cosquillas en la nariz y en toda la cara, el padre empieza a sumergirse en Los escopeteros, saliendo de aquel lugar que tan poco le emociona, volando hacia el oeste, convirtiéndose él mismo en uno de los malos, montando sobre un caballo y poniéndoselo difícil al protagonista, siendo ese personaje que acaba cayendo mal de lo bien que está haciendo, de lo bien que hace el mal. Escucha de fondo las tijeras y por un momento se despista y piensa qué hubiera pasado si no le hubiera quitado la novia al barbero, si hubiera dejado que su esposa se quedara con él, cómo sería Darío si no fuera su hijo y si se llamaría Darío. Cierra un momento el libro porque está pasando letras y palabras y peligros sin darse cuenta y sin entender nada, centrado en su propia realidad. Siempre que va al barbero le pasa lo mismo, se pregunta igual las mismas cosas. Mira un poco al frente y ve a Darío a través del espejo con el pelo cortito, aprovechando que ha levantado la mirada del libro el barbero le pregunta si ya está bien así.
-No, un poco más. Después Matilde dice que le crece demasiado pronto y que es porque no se lo hemos cortado suficiente. Pero es que el chico no quiere… no quiere…
Darío reza para que falte poco, empieza a verse las orejas salir del pelo y toda la cara la tiene ya al descubierto. No se atreve a mirar al suelo para comprobar todo lo que ha caído ya porque tiene miedo de que la tijera le atraviese la cabeza, pero lo miraría y hasta lloraría. Piensa en su madre y dice: el pelo crece, hijo, el pelo crece.
El padre vuelve a Los escopeteros y se olvida de todo, vuelve a ser el malo, a mascar un trozo de palo duro, llevándoselo a un extremo de la boca, vuelve a galopar sobre un caballo y a desear hacer bien el mal. Lee, lee, lee y lee compulsivamente durante un buen rato.
-¡¡¡Papá, papá, párale de una vez!!!
Cuando Darío levanta la cabeza ve a su hijo prácticamente calvo y con cara de miedo, de terror, de ganas de llorar, de morir casi, con ganas de desaparecer. Piensa: es guapo, Darío es guapo y esto no le afea ni siquiera un poco, se le ven mejor los ojos, grises, y la cara de niña que tiene, no pasa nada, no pasa nada, al fin y al cabo, el pelo crece, siempre crece. Aún así, piensa en su esposa y siente un escalofrío.
El muchacho ha pegado un salto de la silla y se ha quitado la capa. Se ha puesto la chaqueta y le ha traído a su padre la suya para no perder ni un segundo, para salir huyendo de allí cuanto antes. Le pagan corriendo y salen por la puerta, un segundo antes de que se cierre, el barbero dice con un tonillo que advierte nostalgia y un poco de maldad:
-Dale recuerdos a Matilde.
Pues debería decirlo con bondad…y agradecimiento.
simplemente delicioso.
pusiste una sonrisa en una tarde difícil.
mil besos*
ay, esas novelas de Marcial Lafuente Estefanía… cuántos recuerdos y cuánto tiempo ha pasado…
me ha encantado tu relato
un beso ;)
María Jesús: ¡pero Darío se quedó con Matilde! Y era mucha Matilde, aquella joven, como para que se la robaran. Hasta imagino que el accidente del pelo es una pequeña venganza, por no ser suyo el hijo, por no ser él el esposo. Pero todo son suposiciones.
Un abrazo.
Rayuela: me alegro de que te haya gustado y te haya robado una sonrisa. La intención era ésa, también yo lo he escrito sonriendo. Después de tiempo inactiva, cuento y bloguqeramente hablando, ha sido divertido escribir sobre mi abuelo y mi padre para compartirlo.
Un beso, linda.
Camille: yo hasta hace poco no sabía quién era, fíjate. Pero en la comida de navidad mi abuela contó esta historia: mi padre no quería nunca cortarse el pelo y, una vez que fue, mi abuelo se puso a leer a Estefanía y no avisó al barbero de que parara. Mi padre siempre ha sido muy discreto y tímido, así que no dijo nada. Y menudo disgusto después. Hace unos días en una exposición de Quim Monzó vi un libro de este hombre… y fue una señal para que me decidiera a escribir este cuento familiar. Me alegro de que te haya gustado.
Un beso.
Bonito el relato. Una buena historia y bien contada, porque toda historia es buena si se narra bien.
Cuentas con soltura, Fusa, sin indagar más allá de lo que los personajes te musitan. Eso se llama tener madera.
Un abrazo agradecido, porque es un placer haberte encontrado.
Isabel Martínez: la soltura esta vez se la debo a mi abuela, que en navidad, en la mesa, se puso a contar esta historia (bueno, la real, sin que haya romance con el barbero por su parte, sólo la novela y el pelo de mi padre). Por lo visto mi primo va por el mismo camino… cada vez que tiene que cortarse el pelo hay que hacer, como dice mi tía, terapia de grupo.
Me alegro de que te haya gustado, Isabel.
Un abrazo y gracias a ti.
Me ha encantado la historia; a veces a mi padre le entra la nostalgia de sus lecturas juveniles y comienza a hacernos un repaso de títulos, protagonistas, aventuras… de cómo las conseguía, si las intercambiaba con amigos, si las compraba, si las empeñaba, imagina.
Precioso homenaje a los padres y abuelos, Fusa. Muchos besos.
Escribes con una naturalidad que asusta, de verdad… y se entiende que esa naturalidad esconde siempre en los personajes algo más, un doble fondo… por qué la madre tiene prisa, por qué el niño no es amigo de su padre, por qué el padre… siempre hay un por qué, y me da a mí que tú tienes todas las respuestas…
Me entró una nostalgia bárbara por ese pequeño. Pero también entiendo lo que es estar metido en una lectura y olvidar el tiempo.
También me hiciste parar en pensar en la peluquerías, al menos de donde vivo, son exclusivas para los hombres. Los observo y siempre clamo que no desaparezcan, porque tal parece que fueran de colección.
Yo alguna vez fui para saber que se sentía estar sentada en esa grande silla, el peluquero puso cara de “¡qué hace una mujer aquí!” y uf, ya te imaginarás con el cortecito que salí, jajaja.
Un lindo relato.
Abrazos preciosa.
Graciela
Mi padre también leía a Marcial Lafuente!! jajaja, y también recuerdo otras de Silver Kane que con el tiempo me enteré de que era un seudónimo y era español… más de una vez robé y leí esas novelas, y he de confesar que me encantaba hacerlo, no sé si por trasgredir o por su puro placer narrativo. El caso es que eran divertidas y todo un placer para una criaja como yo.
Estos escritores merecerían un homenaje… entretener en tiempos casposos y áridos, ufff.
Y con respecto a tu historia… como siempre, jodía, tan genial. Y ésta vez muy divertida sin dejar de lado la ternura, esa mezcla…
Besos con flequillo!
Que buenas estas historias nacidas de un relato familiar.
Hola linda! estoy de vuelta!
Besos
Mi papá escuchaba el “Romance de Curro el Palmo” y yo escuchaba: ” … se leyó enterito a Don Marcial Lafuente / por no ir tras sus pasos como un penitente …”.
Yo te sigo los pasos, como una penitente por decisión propia. Me maravilla que sepas invariablemente cuándo hay que callar. Cuándo hay que dejar a quien lee intuir lo que no has dicho.
Un abrazo fuerte.
Que bien que vuelve FUSA y “Lafuente”.
Nos hacias falta. Pasa por La Esfera
Me acabo de acordar… a mi también me mandaban al barbero de mi pueblo cuando era chica. No supe lo que era una peluquería hasta que hice la comunión con siete años. Siempre tuve el pelo como un niño, y ahora… ahora tengo una pinta de leon melenudo que no puedo con ella. ¡Ja,ja,ja!. Pobre Dario hijo y maldita abstracción en la lectura.
Besos
Pues hoy he de decirte, querida Fusa, también lo malo hay que decirlo, no te ofendas, que “Los escopeteros” no me transmite nada.
No será por lo que has escrito, que es bueno como siempre, sino porque no tendré un buen día o no lo habré entendido. Lo leeré otra vez y a lo mejor cambio de opinión.
Un abrazo,
Miguel
(Por cierto, si me lees, critícame; siempre se aprende)
Sabes? Cuando yo era muy pequeña, un tío mío leía novelas de Marcial Lafuente con avidez. Yo, q aprendí a leer muy pronto, devoraba todo lo q tenía a mano y esas novelas fueron una de mis primeras lecturas…
Me has hecho recordarlo.
Un besico.
Wara: yo conservo un libro de mi padre, de cuando era pequeño, Mazorca para los muertos, me parece, ahora no me acuerdo, y tiene su nombre completo escrito por él, por su caligrafía de niño. No sabía que mi abuelo leía y de esa manera, hasta dejar que cortaran el pelo de mi padre tanto, con lo que eso suponía, madre mía. Pero lo contó en navidad mi abuela y me pareció muy tierno. Ellos, que no cuentan muchas cosas, que no recuerdan en voz alta… ellos también tienen cuentos. Como aquella vez: que vengo de un cuento y no lo sabía.
Un abrazo muy grande y gracias.
I. Ballesteros: ni siquiera yo he resuelto eso, cuando volví a leerlo también pensé: ¿por qué la madre tiene prisa, a quién espera, por qué se impacienta, a qué viene esa actitud de no dejarles volver a entrar?, pero son secretos que se quedan guardados los cuentos… que no me los cuentan ni a mí. Algunas respuestas sí las sé, otras, si no las rebusco, se las queda el personaje. Es puro instinto, aunque a veces cueste contarlo y que se entienda.
Un abrazo, Ignacio.
Clarice Baricco: hay una calle en Barcelona que conserva una barbería de las de antes, antigua, muy bonita. Y en el cristal pone: prohibido hacer fotos. Imagínate hasta qué punto nos entra la nostalgia a todos con este tipo de locales.
Aquí sí hay peluquerías de mujeres, muchísimas, diría que más que de hombres, pero yo, siempre acabo saliendo con corte de chico… ¡ahora hasta con autocorte en casa!
Un abrazo, linda. Gracias.
Margot: ¿sabes que en mi casa nunca ha habido libros hasta que yo con quince años me hice socia de Círculo de Lectores? Ni siquiera había la típica enciclopedia de toda la vida. No, nada. Así que ese acto de esconderse para leer libros de los mayores no lo he vivido… pero lo he leído tantas veces, en tantos libros que me han marcado, que prácticamente es como si de niña lo hubiera hecho.
Besos con flequillo volador.
Miriam: deberían haber más, porque a mí me encanta cuando me cuentan alguna cosa. Hoy en el trabajo me contaron algo que quizá haga cuento. Adoro esos momentos.
Bienvenida… y suerte con ese proyecto… vi las fotos del piso.
Un abrazo.
Pájaro de China: ¿cómo lo haces para hacer poesía incluso en un simple comentario en un blog casi anónimo? Muchísimas gracias, Mariel, me emociona siempre todo lo que me dices. Sigue mis pasos, que yo dejaré miguitas de pan, desde luego, para verme tan bien rodeada.
La esfera Cultural: ya, ya me decidí a pasar por la Esfera. ¿Viste que os cité en la entrevista en la radio de A todo color?
Muchas gracias, FranCo.
Un beso.
Anabel: cómo me hubiera gustado eso, tener un recuerdo de mi pelo de niño por ir a una barbería… porque para mi época ya estaba todo lleno de salones de belleza con cascos de esos gigantes que todavía no sé exactamente qué hace. Para mi comunión me rizaron mi lacio y más que lacio pelo… lloré y todo del dolor, esos rulos, madre mía, qué locura. Eso sí, una princesita.
Muchos besos.
Guarismo: crítica aceptada, Miguel. Antes le decía a (* que nunca sabemos el impacto que causaremos en otras personas… éste es un tuenco al que le tengo mucho cariño por venir de donde viene, pero es más que respetable que a otras personas, en este caso tú, no les llegue de la misma forma. A mí me sigue gustando que te acerques por aquí y dejes lo que sea.
Un abrazo.
Sara: me alegro de haberte recordado todo eso, Sara, porque, como le decía a Margot, nunca tuve oportunidad de hacer eso, y me encanta cuando alguien me lo cuenta… y si además el recuerdo se aviva por un tuenco mío, mejor que mejor.
Un beso.