
Mi madre conoció a la señora Adelina un día que el tren llegó tarde. Todos los miércoles íbamos a la ciudad para ir a un curandero. Desde hacía dos años que siempre andaba algo enferma y mi madre me llevaba allí pensando que aquélla era la solución. De las visitas al curandero recuerdo sobre todo el olor fuerte a un incienso que olía a muerto y una especie de neblina que ocupaba de forma física toda la sala de espera. El curandero era un hombre con el pelo grasiento y gafas de culo de botella que lo único que hacía era fanfarronear por mi cuerpo y devolverme a mi madre sólo un poco menos pura y más adulta. De la tos seca y las fiebres nocturnas y las pesadillas nadie hablaba en aquella consulta. Pero una vez el tren llegó tarde y Adelina, como vivía en unas casas que quedaban justo al lado de la vía del tren, sacó la cabeza por la ventana y nos avisó.
-Hoy no pasa el de las cinco.
Que era el único que nos dejaba en el curandero a la hora que teníamos cita. Y, como veníamos de tan lejos y tan cansados, mi madre se echó a llorar como si fuera imprescindible aquella visita. Y, con el tiempo, entendí que para ella más que para mí, por motivos que todavía me resultan secretos y oscuros: quizá obscenos y torpes. Entonces Adelina, que fue hablando desde ese momento de la ventana hasta que rodeó toda su casa, salió por la puerta, rodeó la casa por fuera y apareció a nuestro lado, hasta ese momento en que la tuvimos delante y comprobamos lo altísima que era, fue hablando sin que pudiéramos seguir la conversación en los trozos que estaba viniendo hacia nosotros. A mi madre se le secó el llanto y se la quedó mirando muy quieta y callada. Enseguida tuvo la necesidad de explicarse: todo lo de mi tos, todo lo de mis fiebres y pesadillas, el curandero, la solución, la vida, ay, que mata, que cansa, que tira, que arrastra. Y Adelina nos hizo pasar a su casa hasta que el tren siguiente llegara o hasta que marcháramos a nuestra casa. Al principio ni mi madre ni yo quisimos aceptar, pero de nuevo Adelina rodeó su casa hablando ya de lejos, entró y preparó tres tazas de café, dejando la mía vacía.
Cuando entramos, con un cierto retraimiento y, por qué no, miedo y desconfianza, cuando nos sentamos en la mesa, Adelina se levantó y descubrimos que aquello de hablar de camino hacia otras partes era costumbre suya. Y lo aceptamos de inmediato. Empezó a contarnos que su marido hacía diez años que había muerto y que desde entonces estaba sola. Mi madre me miró como diciendo: igual que yo. Sólo que mi padre no había muerto ni hacía diez años ni un día. Simplemente voló. Se marchó. Adelina lo contaba con frescura, como se cuentan otras cosas, mientras encendía la luz de una salita al fondo del pasillo. Hubo un silencio que no supimos interpretar: quería que fuéramos a ver. Y nos encontramos con un altar. Un cuartito lleno de velas encendidas y fotografías de su marido, todas de cuando ya estaba viejo y enfermo, todas de sus últimos días, no de cuando eran jóvenes o simplemente sanos. Después volvimos al salón contando Adelina por delante de nosotros y en tono chillón que esas velas jamás se habían apagado ni un sólo momento, que, cuando les quedaba poco, las cambiaba por otras, pero nunca se apagaban hasta que ya tenían la de repuesto.
Cuando íbamos a casa de Adelina, que empezó a ser como una costumbre más de las que se inventaba mi madre, no estábamos más de dos horas. El tren pasaba y, antes de que moviera las tazas de café y pusiera la mesa perdida, Adelina levantaba la suya y le hacía gestos a mi madre con la cabeza para que ella la imitara. La segunda vez que eso ocurría, mi madre, sin dejar todavía la taza, se levantaba y decía que teníamos que marcharnos. Al salir me decía que más rato en casa de Adelina le provocaba náuseas. No sabía si por el olor de las velas, por el traqueteo del tren o porque nuestra anfitriona no dejaba de hablar y de hablar y de hablar de su marido, a lo que mi madre, como mujer abandonada, no estaba acostumbrada. La cuestión es que nunca pasamos allí más de dos horas. Excepto una vez que me puse enferma y tuve que dormir allí, pero mi madre quedó en venir a buscarme la tarde siguiente. Me esperaría en el andén, dispuesta a ir un día antes al curandero. Aquella noche no la pude dormir de tanta luz como desprendían las velas del marido de Adelina.
El día que hacía once años que aquel hombre había muerto, coincidió, para martirio de mi madre, con el aniversario del abandono de mi padre. Así que de alguna manera aquella tarde era de celebración. Adelina puso más café del que vertía habitualmente en la taza de mi madre, compró más pastelillos de crema y le regaló a mi madre un santoral, desconociendo por completo el ateísmo de ésta. Yo me callé porque mi madre siempre me pedía, ya delante de la puerta de Adelina, esperando a que nos abriera, que mantuviera la boca cerrada. Suponiendo que quisiera abrirla en algún momento. Aquella tarde Adelina habló más de la cuenta y estaba más nerviosa y hablaba con unos aspavientos que desconocíamos hasta entonces. El tren pasó y a ambas se les olvidó levantar la taza y todo se cayó, retrasando cada vez más el momento de huir, porque lo que hacía mi madre de casa de Adelina, de la tía Adelina como le gustaba a ella misma nombrarse, era huir y no otra cosa. Cuando el tercer tren amenazaba con llegar, mi madre dijo que teníamos que marcharnos.
-¡Quedaos a dormir!
Mi madre por supuesto que se negó y, sin saber cómo, había ya sido arrastrada a la habitación de las velas para comprobar que sitio había para las dos de sobras, que podíamos dormir ahí y que qué mejor noche que ésa, qué mejor noche que ésa, ninguna otra. Mi madre empezó a sentirse muy mal y parecía estar ebria. Será mejor que nos marchemos, dijo, como advertencia. Y antes de que pudiera darse la vuelta, abrió la boca como una serpiente y vomitó sobre todo aquel altar. Todas las velas se apagaron. Todas las velas se apagaron y Adelina, contra todo pronóstico, no hizo nada, no se alarmó. Se dio la vuelta, por primera vez sin iniciar una conversación, y volvió con un fósforo. Sin limpiar toda la porquería de mi madre, se puso a encender todas las velas. Después dijo:
-No pasa nada. A decir verdad, sí se apagaron una vez.
Y las dos sabían de qué hablaba. Nunca la tía Adelina y mi madre fueron amigas.
-Hoy no pasa el de las cinco.
Que era el único que nos dejaba en el curandero a la hora que teníamos cita. Y, como veníamos de tan lejos y tan cansados, mi madre se echó a llorar como si fuera imprescindible aquella visita. Y, con el tiempo, entendí que para ella más que para mí, por motivos que todavía me resultan secretos y oscuros: quizá obscenos y torpes. Entonces Adelina, que fue hablando desde ese momento de la ventana hasta que rodeó toda su casa, salió por la puerta, rodeó la casa por fuera y apareció a nuestro lado, hasta ese momento en que la tuvimos delante y comprobamos lo altísima que era, fue hablando sin que pudiéramos seguir la conversación en los trozos que estaba viniendo hacia nosotros. A mi madre se le secó el llanto y se la quedó mirando muy quieta y callada. Enseguida tuvo la necesidad de explicarse: todo lo de mi tos, todo lo de mis fiebres y pesadillas, el curandero, la solución, la vida, ay, que mata, que cansa, que tira, que arrastra. Y Adelina nos hizo pasar a su casa hasta que el tren siguiente llegara o hasta que marcháramos a nuestra casa. Al principio ni mi madre ni yo quisimos aceptar, pero de nuevo Adelina rodeó su casa hablando ya de lejos, entró y preparó tres tazas de café, dejando la mía vacía.
Cuando entramos, con un cierto retraimiento y, por qué no, miedo y desconfianza, cuando nos sentamos en la mesa, Adelina se levantó y descubrimos que aquello de hablar de camino hacia otras partes era costumbre suya. Y lo aceptamos de inmediato. Empezó a contarnos que su marido hacía diez años que había muerto y que desde entonces estaba sola. Mi madre me miró como diciendo: igual que yo. Sólo que mi padre no había muerto ni hacía diez años ni un día. Simplemente voló. Se marchó. Adelina lo contaba con frescura, como se cuentan otras cosas, mientras encendía la luz de una salita al fondo del pasillo. Hubo un silencio que no supimos interpretar: quería que fuéramos a ver. Y nos encontramos con un altar. Un cuartito lleno de velas encendidas y fotografías de su marido, todas de cuando ya estaba viejo y enfermo, todas de sus últimos días, no de cuando eran jóvenes o simplemente sanos. Después volvimos al salón contando Adelina por delante de nosotros y en tono chillón que esas velas jamás se habían apagado ni un sólo momento, que, cuando les quedaba poco, las cambiaba por otras, pero nunca se apagaban hasta que ya tenían la de repuesto.
Cuando íbamos a casa de Adelina, que empezó a ser como una costumbre más de las que se inventaba mi madre, no estábamos más de dos horas. El tren pasaba y, antes de que moviera las tazas de café y pusiera la mesa perdida, Adelina levantaba la suya y le hacía gestos a mi madre con la cabeza para que ella la imitara. La segunda vez que eso ocurría, mi madre, sin dejar todavía la taza, se levantaba y decía que teníamos que marcharnos. Al salir me decía que más rato en casa de Adelina le provocaba náuseas. No sabía si por el olor de las velas, por el traqueteo del tren o porque nuestra anfitriona no dejaba de hablar y de hablar y de hablar de su marido, a lo que mi madre, como mujer abandonada, no estaba acostumbrada. La cuestión es que nunca pasamos allí más de dos horas. Excepto una vez que me puse enferma y tuve que dormir allí, pero mi madre quedó en venir a buscarme la tarde siguiente. Me esperaría en el andén, dispuesta a ir un día antes al curandero. Aquella noche no la pude dormir de tanta luz como desprendían las velas del marido de Adelina.
El día que hacía once años que aquel hombre había muerto, coincidió, para martirio de mi madre, con el aniversario del abandono de mi padre. Así que de alguna manera aquella tarde era de celebración. Adelina puso más café del que vertía habitualmente en la taza de mi madre, compró más pastelillos de crema y le regaló a mi madre un santoral, desconociendo por completo el ateísmo de ésta. Yo me callé porque mi madre siempre me pedía, ya delante de la puerta de Adelina, esperando a que nos abriera, que mantuviera la boca cerrada. Suponiendo que quisiera abrirla en algún momento. Aquella tarde Adelina habló más de la cuenta y estaba más nerviosa y hablaba con unos aspavientos que desconocíamos hasta entonces. El tren pasó y a ambas se les olvidó levantar la taza y todo se cayó, retrasando cada vez más el momento de huir, porque lo que hacía mi madre de casa de Adelina, de la tía Adelina como le gustaba a ella misma nombrarse, era huir y no otra cosa. Cuando el tercer tren amenazaba con llegar, mi madre dijo que teníamos que marcharnos.
-¡Quedaos a dormir!
Mi madre por supuesto que se negó y, sin saber cómo, había ya sido arrastrada a la habitación de las velas para comprobar que sitio había para las dos de sobras, que podíamos dormir ahí y que qué mejor noche que ésa, qué mejor noche que ésa, ninguna otra. Mi madre empezó a sentirse muy mal y parecía estar ebria. Será mejor que nos marchemos, dijo, como advertencia. Y antes de que pudiera darse la vuelta, abrió la boca como una serpiente y vomitó sobre todo aquel altar. Todas las velas se apagaron. Todas las velas se apagaron y Adelina, contra todo pronóstico, no hizo nada, no se alarmó. Se dio la vuelta, por primera vez sin iniciar una conversación, y volvió con un fósforo. Sin limpiar toda la porquería de mi madre, se puso a encender todas las velas. Después dijo:
-No pasa nada. A decir verdad, sí se apagaron una vez.
Y las dos sabían de qué hablaba. Nunca la tía Adelina y mi madre fueron amigas.
Curiosa historia.
La soledad de las mujeres parece equipararse con la soledad de pueblo.
Y las dos mujeres sabían cuándo fue esa vez;y esta igualdad las separó todavía más.
Un placer leerte*
Rayuela: cuando empecé el cuento no tenía pensado eso, quería que fueran desconocidas completamente, que sus vidas nunca se hubieran rozado. Pero después se me disparó el final de esta manera y quedé yo también excluida del secreto.
Un abrazo.
Hola.
(vaya saludo, que se ha quedado retumbando, como un eco. Será que después de tanto tiempo será que no sé qué será).
No te leo casi. Pero espera, deja que me explique.
Es que si te leo me duelen los dedos. Los tengo como hinchados, ¿sabes? morados, gordos. Parecen las manos de mi abuela cuando se estaba despidiendo de nosotros ya del todo, para siempre, adiós ya no estaré más, seguid en la vida sin mí. Me ponen triste mis dedos. Y si te leo, -también me pasa con otros, G., I., ellos lo saben, pero sobre todo sobre todo sobre todo contigo-, pues eso, si te leo me acuerdo más de mis dedos y de todas las letras que tienen dentro y que si no tecleo pronto se van a pudrir. Y no puedo escribir, de verdad que no puedo ahora. Así que intento no leerte. Aunque a veces tengo un rato tonto y digo, a ver, ésta que ha hecho ahora, ésta niña a ver: y mira. Ésto. Y no hago más que mirarme los dedos.
Pienso, nena, que si vas a venir a verme, que tengo la pose de mujer de mundo mucho más ensayada que el año pasado, igual ésta vez cuela. Y si no, soy capaz de tirarte los cacahuetes con mucho más arte.
Y eso.
Dudo: yo tengo unas botas nuevas y he pensado que a lo mejor camino más recta y más segura, vacilo menos, y a lo mejor este año allí paso menos frío y me quejo menos, pero llevaré las mismas ganas. Y las mismas manos diminutas y la misma sonrisa. Me pondré los mismos nervios y hablaré atropelladamente con H. hasta que te encuentre, hasta que os encuentre, y después le pregunte y le diga que no sé qué me ha pasado. A veces hablamos de la habitación Tempranillo y nos reímos, porque nos dejamos la muñeca Salamanca en el coche y sufrimos por ella de broma. Y me acuerdo de todo L., de una vez que te hablé de que lo conocía y no, y me sentía triste, de las calles que había pisado y no recordaba porque aquello no era pisar, de cómo ahora los recuerdos sí están y sí se quedan, porque esto sí es pisar, aunque las botas tambaleen. Y yo también tengo otra pose y cogeré los cacahuetes de otra manera, o lo que nos pongan. Y también cogeré más rato al miniChico y le diré cositas al oído, que tú no escuches, que luego te lo cuente.
(Esas manos, hinchadas, moradas… me las imagino perfectamente, y me pongo en ellas y quiero salir, quiero salir. Aunque no se pueda, asfixiante. Se tiene que poder. Ven por aquí y escribe, que no se pudra, aunque nunca vayan a poder -¿sabes que la Matute estuvo hasta dieciocho años sin escribir?-, nunca van a poder.)
Un abrazo…
Pero tenemos que conocer los secretos de la tía Adelina, ¿no? Algo nos contarás, que lo que cada cual imaginemosn o supongamos no sirve, no.
Ay, cómo me gusta leerte, y mira que a veces mi Pc se pone rebelde y tarda cinco siglos en cargar, pero hala, espero con toda mi poca paciencia, jaja. Muchísimos besos.
Me gusta la historia, por lo que cuenta y no cuenta. Sos una gran narradora pero eso ya dije más que una vez. Los trenes enriquecen los cuentos…
Un abrazo
Wara: jajaja, pues tiene que servir, porque no tenía pensado contar los secretos de la tía Adelina. Fíjate que yo todavía tengo demasiado claro cuál es. Sólo se me ocurría, mientras escribía, que compartían la viudez y el marido difunto, y que la madre, por curiosidad, volvía a aquel santuario, hasta que vomitó. Pero lo pensé como lectora, como creadora de la tía Adelina, no tengo ni idea.
Un abrazo y gracias por todo.
Giovanní: los trenes enriquecen la vida en general. Me acuerdo de que, cuando abrí mi primer blog, que mi primer contacto fue con Bel, me pasaba el día hablando del tren, porque la mayoría de mis escritos tenían que ver conmigo. Y paso mucho tiempo ahí metida. Ahora que vivo cerca del centro de Barcelona, donde siempre he hecho vida, he encontrado un trabajo donde vivía antes. Así que no me despojo del tren. Y en el fondo así debe ser, así quiero.
Me alegro de que te guste, G.
Un abrazo.