Lo que queda es el título de esta columna de El Periódico. Lanzo la sugerencia de cambiar a Cervantes por McCullers para la adolescencia, porque tengo la firme convicción de que si a los doce años eres lector, lo serás para siempre. Precisamente porque tanto Carson como Flannery sostienen que la mayor cosecha y las impresiones que quedarán en la edad adulta, se fijan en la infancia o en la adolescencia. ¿Qué le puede quedar a un chico de veinticinco años de Frankie y la boda o Aloma? ¿Y qué le puede quedar a un chico de veinticinco años de Don Quijote de la Mancha? Nada que ver. Los dos primeros puede que le expliquen al adolescente perdido algo de lo que no sepan, el segundo les parecerá que no va con ellos —la adolescencia es así.
Es cierto, parece que lo que pido es que simplifiquemos la literatura en la enseñanza, parece que pido que apartemos los clásicos del instituto. Pero es menos ofensivo que eso: pido que convirtamos a los posibles lectores en lectores de por vida. Los que realmente se interesen por la literatura, tarde o temprano llegarán a esos clásicos. Los que no, podrán seguir leyendo novelas contemporáneas y ser buenos lectores. Si le damos a un adolescente —y no tan adolescente— la lectura del Mío Cid, lo más probable es que confunda el libro con el puro trámite que hay que hacer para aprobar la asignatura. Si le damos, como me dieron a mí, Relato de un náufrago, seguramente quede tan impactado que querrá saber más. ¿Por qué considero que me hice lectora leyendo un libro de geishas de literatura barata y no uno de los buenos clásicos que me dieron en el instituto? Porque no sabía nada de las geishas y lo aprendí con aquella lectura: la curiosidad que me despertaron por un mundo oscuro y lejano fue suficiente para tenerme todo el verano enganchada a aquellas páginas.
En cuanto un libro te descubre algo que no sabías, te impresiona, y el trabajo está hecho: entonces la labor del profesor —si consiguiera dejar el temario y los engorrosos y ridículos guiones de la enseñanza— es proporcionarle esos libros a los alumnos, libros que les despierten esa curiosidad. Cambiar el libro educativo por el libro del descubrimiento, la pícara, y así convertir la lectura no en una obligación o un trámite escolar, sino en ¡ocio!, ¡entretenimiento!
Si me preguntas qué libros recuerdo de mi etapa de estudiante, apenas ninguno. Y teniendo en cuenta que cada año leía nueve o diez libros, multiplicado por los años de escolarización obligatoria, da miedo. Pero recuerdo El violí d’Auschwitz, porque me impactó la crueldad del ser humano. Recuerdo Tot et serà pres, porque hasta entonces no sabía qué era la eutanasia. Recuerdo Últimas tardes con Teresa, porque había líos de faldas. Recuerdo que una amiga me prestó Un estiu amb l’Anna y lloré y vi que un libro está vivo, porque iba de adolescentes que se enamoraban, y yo era una adolescente que se enamoraba. Recuerdo La plaça del Diamant, porque vimos la película al acabar el libro. ¿Qué habría pasado si en vez de conocer a la Colometa me hubiera encontrado con l’amor em fa fàstic de Aloma? ¿Habría empezado antes a leer?
En mi casa difícilmente me habrían dado algún libro de Ana María Matute o Carmen Laforet o Miguel Delibes o Gabriel García Márquez. En el colegio pasé muchos años leyendo clásicos. Y cuando acabas con ellos, tienes dieciséis años y puedes dejar el colegio, y con el colegio, las pautas de un profesor: ya nunca llegarán a ti esos libros que te habrían descubierto algo, te habrían hecho reír o te habrían abierto una puerta que para ti, el adolescente, todavía estaba cerrada. Los nombres de los clásicos y sus títulos te sonarán, pero no sabrás nada de ellos, y los libros que podrían haberte gustado ya no estarán a tu alcance. Entonces te expresarás mediante la música o algunas frases cazadas al vuelo en el cine, porque las entenderás y te resultarán cercanas, y el libro será cosa de aburridos y no otra manera de divertirse. Para leer uno no debería esforzarse, y la literatura que se da en los colegios y los institutos obligan al esfuerzo: y eso se traduce en pereza y rebelión. Tres o cuatro de esos alumnos tendrán libros en su casa o padres que les digan qué leer; los demás, se habrán perdido como lectores.