En el transcurso de aquellos meses en que cambié, empecé a bailar dentro de los pantalones. No quiero decir con alegría, con música, con juventud. Digo que adelgacé tanto que necesitaba cinturones de niña de ocho años para que los pantalones me quedaran sujetos. Entonces le salían a la cintura unos plieguecitos que parecían unos labios arrugados, y pliegues y más pliegues, porque sobraba tela por todas partes. Y como entonces eran bien largos los pantalones, y yo les daba vueltas hacia fuera, y me los pisaba, y encima bailaba dentro de ellos, acabaron destrozados en aquellos ocho meses que duró el cambio. Cuando me daba por irme a andar por la playa, aunque no bajaba a la arena, que iba por el paseo, se me llenaban las vueltas de los bajos de arena, y cuando llegaba a casa lo ponía todo perdido. Y eso que para llegar a casa tenía que subir aquellas escaleras de caracol que se eternizaban a medida que las subías, como en los sueños, y tiempo les daba a los bajos de vaciarse, pero la arena se quedaba allí, y hasta días se quedaba. La tarde que más recuerdo, había mucha gente por el paseo, y por el faro, y por el castillo, toda aquella parte que se veía desde el pueblo. Estaba lleno de gente, todo, y me di cuenta de que era el primer domingo que salía a la calle, a media tarde, para pasear. Antes no lo había hecho, porque me quedaba en casa, y veía alguna película, y el comedor se llenaba de humo, de por lo menos tres paquetes de tabaco, y los ceniceros estaban a rebosar y era para lo único que me levantaba, para vaciarlos y para comer un poco. Pero mucho no comía. Si hubiera comido mucho, no hubiera bailado dentro de los, bailar sin juventud, dentro de los pantalones.
Cuando iba a comprar, llevaba siempre la música, y me ponía la música muy alta, en un aparatito redondo y azul metálico, y me acuerdo bien de él porque probablemente era el objeto con el que más tiempo pasaba a solas. El primer domingo fuera de casa, mi primer domingo allí, en la ciudad del faro, la ciudad de las playas con sombra pero sin árboles, las playas que tenían montañas en el horizonte, las playas en las que me metía y al nadar de un lado a otro ya se ponía a llover, las playas del frío, del salir corriendo con la toalla como si fuera un paraguas… mi primer domingo, salí también con el aparatito azul y redondo, pero había tanta gente, y estaban todos tan tranquilos, que me quité los auriculares para sentirme parte de aquel escenario. Y me fui al castillo y me puse a sacar fotos, y me fui a un hueco que había donde chocaban las olas, y como llevaba la cámara, hice un vídeo de cómo chocaban. Y lo que más me gustaba de todo era que nadie sabía que yo estaba triste, porque entonces era más fácil. Me compré un collar de madera, y el hombre me regaló un cazasueños, que era medio indio el hombre y de esos indios espirituales y que te pueden contar lo que quieran, que si estás triste, te lo vas a creer todo. Ahora no me acuerdo cómo, pero me dijo algo de que el que me esperaba en casa tenía mucha suerte. Lo dijo sin saber. La gente es que habla… y no sabe.
Pero tú, por suerte para las que te leemos, siempre escribes SABIENDO.
Besos de disfrute.
Para mí que soy yo la que tiene suerte, Isabel. Por ejemplo, de que sigas pasándote por los fragmentos. Muchas gracias, de verdad.
Un beso.
Me parece a mí que ese indio espiritual iba más perdido que Jesucristo en Corea.