
-Hay que ver, Cristóbal, -dice el viejo de Matías- lo pesadito que te has puesto con venir todas las tardes conmigo aquí al río, que esta barca es pequeña y vieja, no me extrañaría que volcáramos y… ¿tú sabes nadar acaso, muchacho? Porque yo no.
Pero Cristóbal sabe que el señor Matías sí sabe nadar, aunque no rechista al comentario. Es el que mejor sabe nadar y por eso nunca necesita hacerlo. Es como si nadara, qué sé yo, con los ojos, y el agua le rehúye, por saberse inferior a él. Así que lo deja en paz, cuando está subido a su barca, el agua lo deja en paz. De modo que las quejas del viejo son en balde, porque no consigue ni asustar ni echar a Cristóbal.
El hermano de Cristóbal murió ahogado en el río. Él no estaba cuando pasó, porque justo estaba en cama, enfermo. El hermano se fue con unos amigos y quiso hacerse el valiente justo cuando el cauce del río estaba muy animoso y se lo llevó una especie de corriente que no le dejó nadar hacia la mano de sus amigos que, desde lejos, bastante lejos se supone Cristóbal, se la tendían.
-¿Pero es que tu hermanito no sabía nadar? -la madre, al saber la noticia, miró a Cristóbal consternada y le hizo esa pregunta- ¿Pero es que tu hermanito no sabía nadar? -la repitió tantas veces que Cristóbal no era capaz de contestar que sí, que un poco, cuando volvía a formularla. Entonces no lo sabían, pero a partir de la muerte del chico, siempre que se fuera a referir a él, que son ya tantas veces, diría hermanito. No el nombre, no hermano. Hermanito.
Pero lo que peor lleva Cristóbal de la muerte de su hermano no es que haya muerto. Eso es algo difícil y como para mayores que él no logra coger por ninguna parte. Lo que peor lleva, que parece que el resto ha olvidado con todo el llanto y el drama, es que el cuerpo del hermanito no ha aparecido todavía. Se lo llevó la corriente del río, sí. Se ahogó, sí. No es que no lo crea, sólo quiere verlo. Verle el cuerpo que no respire y no ría y no hable. Eso quiere verlo y supone que porque no tiene oportunidad. Porque cuando murió el abuelo -que también pasó a ser el abuelito para su madre-, que se quedó como dormido en la cama, le dijeron si quería despedirse de él antes de que llegara el médico y no quiso porque le daba miedo que estuviera muerto y él no lo entendiera y se le escapara hablarle o preguntarle alguna cosa. Pero con su hermano era diferente. Quería encontrarlo y enterrarlo. No es que tuviera demasiadas nociones religiosas, sólo sabía que quería enterrarlo, tener un sitio donde él supiera que está, ir a verle de vez en cuando, hablarle a la tierra donde él descansara, si es que los muertos descansan. No se había atrevido todavía a reclamar el cuerpo ahogado de su hermano y reprochaba a todos que nadie tuviera el mismo interés que él. Un reproche en el aire, suspendido.
Por eso ahora todos los días se va con el viejo Matías en su bote. La mayoría de veces se salta las clases que hay por las tardes para ir con él. Los días que por la tarde no tiene clase son los mejores, porque no tiene que andar tenso y quejica dando explicaciones. Alguna que otra tarde se ha escapado porque le han obligado a quedarse y por el camino teme que el viejo Matías se haya marchado ya y pierda todo un día de búsqueda -porque lo que hace es buscar a su hermanito, aunque no se lo haya dicho a él ni a nadie-, pero quitándole importancia e inventándose una excusa para no parecer demasiado blando, Matías está todavía ahí.
-Casi no me pillas hoy, chico, ¿se puede saber dónde te has metido? Has tenido suerte porque hoy la Manuela no me ha despertado de la siesta y he venido más tarde, has tenido suerte, pero suerte de verdad, ¿tú sabes lo poco que ocurre eso, que la Manuela se duerma y no me avise para irme?
La Manuela no es su mujer. No tiene mujer. Es la mujer que le pagan sus sobrinos para que le haga la comida y todas las tareas de la casa. La Manuela anda enamorada perdida -Cristóbal no sabe por qué a la gente que siente amor se le dice eso, que está perdida- de Matías pero él no cede. De todas formas, ambos están bien. Están juntos en una casa, duermen separados, pero comen y cenan juntos, ven la televisión juntos, mientras él duerme su siesta, Manuela cose o lee un libro de novela rosa y le mira y suspira. Son como una pareja, sólo que Matías no la quiere ni la va a querer.
-Ni te quiero ni te voy a querer, Manuela, haz al favor de metértelo en la cabezota ésa que tienes -alguna vez que los sobrinos le han preguntado, empujados por la sirvientita, a preguntarle por qué no se casa con ella, el viejo Matías contesta directamente a la mujer diciendo eso.
Cristóbal sabe que la Manuela no duerme nunca la siesta y que si Matías le espera es porque desea su compañía. Una vez en semana le pregunta por qué quiere acompañarle. Sabe lo de su hermano, sabe que murió ahogado en el río, sabe que no han encontrado el cuerpo, pero quiere que él se enfrente a esa verdad, que se la comunique, que pida algo si es que hay algo que quiere pedir. Y le pregunta una vez en semana y si Cristóbal no contesta, hace como que no le ha escuchado, entonces se guarda hasta la semana siguiente con celo para volver a intentarlo. Como le pasa a la Manuela siempre que le pregunta por boda o por dormir una noche juntos, que, si dice una vez que no, cuenta los días con religiosidad para volver a hacerlo.
Cristóbal ha elegido a Matías como compañero de su aventura por la fama que tiene en el pueblo. Todos dicen que Matías huele a los muertos que están bajo el agua, de tantas horas como se pasa encima de ella, flotando. Lo dicen porque todos los que sucumbieron a las corrientes de este río, han sido encontrados por él. No se sabe cómo ni por qué. Y muchos aseguran que los encuentra porque él mismo los ha matado, los ha ahogado. Cristóbal sólo hace caso a una parte del rumor y alimenta la idea de que Matías va a encontrar a su hermano y por fin va a poderlo enterrar y después ir a visitar. Confía en que de esa manera todo esté bien, vuelva la vida a ser vida, la normalidad a ser normalidad, su hermanito a ser Martín, Martincito. Está convencido de que si está enterrado, todos vivirán su muerte como todos los del pueblo han vivido la muerte de otros seres queridos, como ellos mismos velaron la ausencia del abuelo Ramón. Cada cierto tiempo Matías se pone a fumar en pipa y mira a Cristóbal de soslayo, lo mira y le intenta sacar algún tipo de información pero un poco más violento. Saber por qué viene, aunque su intuición nunca falle. Entonces se pone a hablarle de los muertos que ha encontrado. Cristóbal no se atreve a decírselo por vergüenza, y por si la otra mitad del rumor es verdad y el mismo Matías ahogó a su hermano, aunque lo encuentra harto imposible.
La última tarde que Cristóbal montó en la barca de Matías -hace tres días, tres días y medio- ocurrió algo que él no esperaba. Estaban en silencio como siempre, aquella tarde había tocado hacer la pregunta de rigor, indagar sobre la compañía del chico. El muchacho se había escapado del colegio y había ido tan corriendo que un rato después de haber salido, todavía tenía la respiración agitada. Matías se levantó y puso cara de animal cazador. Cristóbal pensó: ha llegado el momento, ha llegado, ha llegado, ha llegado el momento de Martín, que venga, que salga, ha llegado, ha llegado. Entonces Matías metió la mano en el río con una fuerza tan desmesurada que casi caen los dos al agua de lo que la barca se balanceó. Cristóbal se cogió a los lados con fuerza y esperó flojísimo. Al momento dijo el viejo de Matías: ¡¡¡ahá!!! El chico cerró los ojos del susto y después enseguida miró las manos del hombre para ver qué diablos era ese ahá. Y se encontró con un pescado. Uno enorme, realmente enorme, el más grande que él había visto, coleteando como ni siquiera se imaginaba que podían hacerlo los peces.
Desde esa tarde Cristóbal ya no acompaña a Matías.
Piensa que, aunque encontrara a Martín, ya todo está perdido para él.
Su infancia se ha acabado.
Pero Cristóbal sabe que el señor Matías sí sabe nadar, aunque no rechista al comentario. Es el que mejor sabe nadar y por eso nunca necesita hacerlo. Es como si nadara, qué sé yo, con los ojos, y el agua le rehúye, por saberse inferior a él. Así que lo deja en paz, cuando está subido a su barca, el agua lo deja en paz. De modo que las quejas del viejo son en balde, porque no consigue ni asustar ni echar a Cristóbal.
El hermano de Cristóbal murió ahogado en el río. Él no estaba cuando pasó, porque justo estaba en cama, enfermo. El hermano se fue con unos amigos y quiso hacerse el valiente justo cuando el cauce del río estaba muy animoso y se lo llevó una especie de corriente que no le dejó nadar hacia la mano de sus amigos que, desde lejos, bastante lejos se supone Cristóbal, se la tendían.
-¿Pero es que tu hermanito no sabía nadar? -la madre, al saber la noticia, miró a Cristóbal consternada y le hizo esa pregunta- ¿Pero es que tu hermanito no sabía nadar? -la repitió tantas veces que Cristóbal no era capaz de contestar que sí, que un poco, cuando volvía a formularla. Entonces no lo sabían, pero a partir de la muerte del chico, siempre que se fuera a referir a él, que son ya tantas veces, diría hermanito. No el nombre, no hermano. Hermanito.
Pero lo que peor lleva Cristóbal de la muerte de su hermano no es que haya muerto. Eso es algo difícil y como para mayores que él no logra coger por ninguna parte. Lo que peor lleva, que parece que el resto ha olvidado con todo el llanto y el drama, es que el cuerpo del hermanito no ha aparecido todavía. Se lo llevó la corriente del río, sí. Se ahogó, sí. No es que no lo crea, sólo quiere verlo. Verle el cuerpo que no respire y no ría y no hable. Eso quiere verlo y supone que porque no tiene oportunidad. Porque cuando murió el abuelo -que también pasó a ser el abuelito para su madre-, que se quedó como dormido en la cama, le dijeron si quería despedirse de él antes de que llegara el médico y no quiso porque le daba miedo que estuviera muerto y él no lo entendiera y se le escapara hablarle o preguntarle alguna cosa. Pero con su hermano era diferente. Quería encontrarlo y enterrarlo. No es que tuviera demasiadas nociones religiosas, sólo sabía que quería enterrarlo, tener un sitio donde él supiera que está, ir a verle de vez en cuando, hablarle a la tierra donde él descansara, si es que los muertos descansan. No se había atrevido todavía a reclamar el cuerpo ahogado de su hermano y reprochaba a todos que nadie tuviera el mismo interés que él. Un reproche en el aire, suspendido.
Por eso ahora todos los días se va con el viejo Matías en su bote. La mayoría de veces se salta las clases que hay por las tardes para ir con él. Los días que por la tarde no tiene clase son los mejores, porque no tiene que andar tenso y quejica dando explicaciones. Alguna que otra tarde se ha escapado porque le han obligado a quedarse y por el camino teme que el viejo Matías se haya marchado ya y pierda todo un día de búsqueda -porque lo que hace es buscar a su hermanito, aunque no se lo haya dicho a él ni a nadie-, pero quitándole importancia e inventándose una excusa para no parecer demasiado blando, Matías está todavía ahí.
-Casi no me pillas hoy, chico, ¿se puede saber dónde te has metido? Has tenido suerte porque hoy la Manuela no me ha despertado de la siesta y he venido más tarde, has tenido suerte, pero suerte de verdad, ¿tú sabes lo poco que ocurre eso, que la Manuela se duerma y no me avise para irme?
La Manuela no es su mujer. No tiene mujer. Es la mujer que le pagan sus sobrinos para que le haga la comida y todas las tareas de la casa. La Manuela anda enamorada perdida -Cristóbal no sabe por qué a la gente que siente amor se le dice eso, que está perdida- de Matías pero él no cede. De todas formas, ambos están bien. Están juntos en una casa, duermen separados, pero comen y cenan juntos, ven la televisión juntos, mientras él duerme su siesta, Manuela cose o lee un libro de novela rosa y le mira y suspira. Son como una pareja, sólo que Matías no la quiere ni la va a querer.
-Ni te quiero ni te voy a querer, Manuela, haz al favor de metértelo en la cabezota ésa que tienes -alguna vez que los sobrinos le han preguntado, empujados por la sirvientita, a preguntarle por qué no se casa con ella, el viejo Matías contesta directamente a la mujer diciendo eso.
Cristóbal sabe que la Manuela no duerme nunca la siesta y que si Matías le espera es porque desea su compañía. Una vez en semana le pregunta por qué quiere acompañarle. Sabe lo de su hermano, sabe que murió ahogado en el río, sabe que no han encontrado el cuerpo, pero quiere que él se enfrente a esa verdad, que se la comunique, que pida algo si es que hay algo que quiere pedir. Y le pregunta una vez en semana y si Cristóbal no contesta, hace como que no le ha escuchado, entonces se guarda hasta la semana siguiente con celo para volver a intentarlo. Como le pasa a la Manuela siempre que le pregunta por boda o por dormir una noche juntos, que, si dice una vez que no, cuenta los días con religiosidad para volver a hacerlo.
Cristóbal ha elegido a Matías como compañero de su aventura por la fama que tiene en el pueblo. Todos dicen que Matías huele a los muertos que están bajo el agua, de tantas horas como se pasa encima de ella, flotando. Lo dicen porque todos los que sucumbieron a las corrientes de este río, han sido encontrados por él. No se sabe cómo ni por qué. Y muchos aseguran que los encuentra porque él mismo los ha matado, los ha ahogado. Cristóbal sólo hace caso a una parte del rumor y alimenta la idea de que Matías va a encontrar a su hermano y por fin va a poderlo enterrar y después ir a visitar. Confía en que de esa manera todo esté bien, vuelva la vida a ser vida, la normalidad a ser normalidad, su hermanito a ser Martín, Martincito. Está convencido de que si está enterrado, todos vivirán su muerte como todos los del pueblo han vivido la muerte de otros seres queridos, como ellos mismos velaron la ausencia del abuelo Ramón. Cada cierto tiempo Matías se pone a fumar en pipa y mira a Cristóbal de soslayo, lo mira y le intenta sacar algún tipo de información pero un poco más violento. Saber por qué viene, aunque su intuición nunca falle. Entonces se pone a hablarle de los muertos que ha encontrado. Cristóbal no se atreve a decírselo por vergüenza, y por si la otra mitad del rumor es verdad y el mismo Matías ahogó a su hermano, aunque lo encuentra harto imposible.
La última tarde que Cristóbal montó en la barca de Matías -hace tres días, tres días y medio- ocurrió algo que él no esperaba. Estaban en silencio como siempre, aquella tarde había tocado hacer la pregunta de rigor, indagar sobre la compañía del chico. El muchacho se había escapado del colegio y había ido tan corriendo que un rato después de haber salido, todavía tenía la respiración agitada. Matías se levantó y puso cara de animal cazador. Cristóbal pensó: ha llegado el momento, ha llegado, ha llegado, ha llegado el momento de Martín, que venga, que salga, ha llegado, ha llegado. Entonces Matías metió la mano en el río con una fuerza tan desmesurada que casi caen los dos al agua de lo que la barca se balanceó. Cristóbal se cogió a los lados con fuerza y esperó flojísimo. Al momento dijo el viejo de Matías: ¡¡¡ahá!!! El chico cerró los ojos del susto y después enseguida miró las manos del hombre para ver qué diablos era ese ahá. Y se encontró con un pescado. Uno enorme, realmente enorme, el más grande que él había visto, coleteando como ni siquiera se imaginaba que podían hacerlo los peces.
Desde esa tarde Cristóbal ya no acompaña a Matías.
Piensa que, aunque encontrara a Martín, ya todo está perdido para él.
Su infancia se ha acabado.
“Ningún ahogado se le resistía.
Rastreaba con inteligencia y sin precipitaciones. Él sabía como nadie la querencia de las aguas para arrastrar a sus muertos y dependía del caudal, de la estación y de la fuerza de la corriente el rastrear el Vivero antes que la Pesquera o a la inversa.”
Tenía apuntado en un cuaderno: hacer un cuento del personaje de Delibes que encontraba a todos los ahogados del río. Y lo tenía completamente olvidado. Como el cuento anterior venía de Señora de rojo sobre fondo gris (acabado y admirado ya), he retomado a este personaje de La partida y le he hecho otro pequeño homenaje con otro cuento. Sigo pasándomelo en grande con estos personajes suyos.
Vamos a tener que hacer tratos Don Miguel y yo.
Ahora he visto (Dios, que torpe he sido), la etiqueta.
Delibes hoy está de moda, pero lo tuyo con él es de antes de hoy.
Nuevamente una hermosa narración.
María Jesús: anda, no pasa nada, un despiste y nada más. Los de los tuencos me salió por una historia que escribí gracias a una anécdota de una amiga. Su tía se equivocó y dijo tuermos en vez de muertos. Le tengo mucho cariño (a la historia y a ella, por supuesto). Y después vinieron los tuencos, un poco por casualidad.
Me alegra que te guste esta unión nuestra sin consentimiento por su parte.
Un abrazo.
la infancia que acaba, y una parte de nosotros mismos que se pierde para siempre…
un saludo desde el eco de la ciberesfera…
Claullitriche: y antas cosas, a un tiempo, que llegan para instalarse como si tal cosa, como se pasa una página. Con qué serenidad se van algunas infancias, sin que lo parezca.
Otro saludo-udo-udo.
Hermosísima y cruda tu historia,Fusa,sos increíble!
Sin cuerpo no hay duelo.Y mayor es el dolor si se suma el fin de la infancia.
Seguí tejiendo intertextos,Fusita,tejé,tejé,tejé…
Mil besos!*
Leerte, querida Fusa, es como sumergirme una y otra vez en mis recuerdos, en mi pasado. Tengo sin corregir la historia de cómo una ola le arrebató la vida a un niño de nueve años; no consigo revisarlo y acabarlo porque los hechos ocurrieron realmente y duelen. Quizá conozcas un poema de Cernuda titulado “había en el fondo del mar” donde escribe: “Había un niñito ahogado junto a un árbol de coral. Los brazos descoloridos y las ramas luminosas se enlazaban estrechamente; los llamaban los dos amantes”.
Qué triste que la infancia se acabe antes de tiempo, ¿verdad? Qué injusto y qué difícil.
Besos, Fusa, un placer leerte.
Rayuela: es curioso eso, que sin cuerpo no haya duelo. Y que después, cuando se tenga, a veces no sirva para más que para cenizas y vuelva a desaparecer. Pero es otra desaparición.
Me alegro de que te guste. Volví a hacerlo con un personaje de Ana María Matute.
Un abrazo.
Wara: lo bueno del dolor que se siente al escribir desde la ignorancia y la ficción es que es leve, es soportable. Hay cosas que yo tampoco puedo escribir.
No conocía el poema… es precioso, gracias por traerlo aquí.
Y por traerte a ti.
Un abrazo.