He dejado el coche en un parking de veinticuatro horas, pero cuando me acerco, veo cómo un señor está bajando la verja. Tenemos el coche dentro, le decimos un compañero y yo. Lo primero que pienso cuando, a las dos, decido marcharme de la cena de Navidad, es que por suerte voy acompañada. Caminamos cuatro personas por las callejuelas del Born y voy todo el tiempo pensando en qué estaría sintiendo si fuera sola: aquel grupo, esa calle, la farola apagada. En cuanto nos separamos del resto, vuelvo a pensarlo: si estuviera sola, a estas alturas ya habría activado todas las alarmas: llaves del coche en la mano, teléfono en la otra mano, semblante serio, palabras justas. Pero voy acompañada y pienso: no puede ocurrirte nada.
El señor abre la verja y me acerco a la máquina para pagar. A medio metro, el señor del parking. A unos pasos, detrás de mí, mi compañero. Silencio en el parking, son quizá las dos y cuarto de la mañana. Si no supiera que voy acompañada, la cercanía del señor del parking me habría resultado incómoda, y no me habría atrevido a mirarlo a los ojos, y la máquina va un poco lenta y me habría puesto nerviosa, porque, de verdad, no hace falta que se quede tan cerca observando cómo pago y cómo recojo de nuevo el ticket.
Bajamos a la planta subterránea y abro el coche a distancia. Si no estuvieras, ahora cerraría corriendo el coche antes de encenderlo, le digo, y bajaría la ventanilla nerviosa para poner el ticket en la máquina de salida.
Sé perfectamente que un hombre, en la misma circunstancia, podría pasar un miedo similar. Similar, sí: a ser atracado, a una intimidación, a tener que entregar un reloj, o algún objeto de valor. También sé que un hombre siente un miedo distinto, porque no se juega la vida, porque no concibe que puedan violarlo o abusar de él.
Cuando salimos del parking me siento idiota: aquel señor no pretendía nada, salvo hacer su trabajo, y no había motivos para tener miedo. La noche que relato, en cambio, no habría pasado el miedo de siempre. El día antes habían matado a Laura Luelmo, pero podría haber sido cualquiera de nosotras.
Columna en El Periódico