Lo que pedía Natalia Ginzburg para nuestros hijos —para los suyos— era que no se parecieran a nosotros, que fueran mejores y más fuertes. Para ello, debíamos enseñarles las grandes virtudes y olvidarnos de las pequeñas, que son por supuesto más cómodas, evidentes y concretas. Las grandes virtudes son las que todos querríamos, no sólo para nuestros hijos: la bondad, la franqueza, el deseo de ser y de saber. Son inabarcables, y por eso educar en base a las grandes virtudes es a menudo complejo y está repleto de indecisiones y confusión.