La primera vez que me sentí conmovida por La hora violeta, todavía no existía como libro. Sergio del Molino hablaba de cómo se refugiaba en la música, de cómo se ovillaba hacia la adolescencia, cuando todavía todo está por hacer y todo es posible, como dice Miquel Martí i Pol. Entonces al cuerpo de Pablo, y me vais a permitir que llame Pablo a Pablo, le acababa de llegar una inquilina preciosa, una médula francesa nueva, limpia. La segunda vez que me conmovió La hora violeta, estuve dentro de ella: y también estuve ahí con Leño, con Barricada, por las calles de Barcelona, en una habitación de hospital, con el Cocoliso —y me vais a permitir que también le llame Cocoliso—, con Cris, con Sergio del Molino.
La hora violeta es una hora interminable y concreta que puede durar tanto como uno se lo proponga. Para Sergio del Molino va a durar lo mismo que dura la pena y la pena se ha instalado. La hora violeta ha sido una célula maligna que se ha colado en el cuerpo del padre de Pablo, igual que la leucemia en el cuerpo del hijo de Sergio. Mientras escribo me parece estar invadiendo un espacio que es íntimo y privado: Pablo y Sergio o Pablo y Cris (nunca juntos, no se cabe) estaban metidos en una burbuja en la que no había sitio para nadie más y, sin embargo, yo tengo la sensación de haber estado también ahí dentro, pulsando el botón del mando de bajar la persiana y dándole con ella en las narices al tío Pedro. Me gustó y coincido con Carlos en lo que dijo: parece una obscenidad hablar de este libro, pero es un libro y nosotros hablamos de libros y vamos a hablar de éste. Hay dos motivos por los que, a pesar del pudor, estoy tranquila escribiendo sobre Pablo. La primera es que Sergio del Molino, antes de que su hijo tuviera leucemia —y me vais a permitir que llame leucemia a la leucemia—, tuvo que hablar con la madre de una niña con leucemia y con los padres de un joven que había muerto en un atentado, y él mismo sabe lo difícil que es hablar del dolor de los demás cuando es tan palpable y evidente y descorazonador. Sí, parece indecente hablar de la muerte de un hijo y sin embargo Sergio habló de aquellas muertes y ahora somos nosotros los que tenemos ese papel; de la misma manera que Sergio empezó siendo un lector de Mortal y rosa para acabar haciendo un libro de las mismas características. Es decir, Sergio, antes de la hora violeta, estuvo de este lado. La segunda es que en el libro hay un mensaje claro y que se va dando constantemente: llamar a todo por su nombre. Llamar Pablo a Pablo, llamar Cris a Cris, llamar Ascen a Ascen, llamar leucemia a la leucemia, llamar putas vendas a los medios físicos. Sergio del Molino procura no eufimizar la enfermedad y la muerte de su niño, y yo tampoco quiero hacerlo y para no hacerlo tengo que escribir indecentemente sobre Pablo, el Cuque. De la misma manera que los padres de los niños calvos miran a sus hijos y reconocen los cables y las bombas pero las asumen, yo asumo a Pablo y hablo de él impúdica y sé que en el fondo no hay otra manera que ésta, el acercamiento. Veo todo lo que rodea a Pablo y lo enumero, le doy el nombre que tiene, y así es como respeto a Pablo y lo que le pasó a Pablo.
Ya lo dije pero lo vuelvo a decir: la primera vez que me di cuenta de que a los padres que pierden a sus hijos no se les llama de ninguna manera, fue leyendo Más allá del tiempo. David Grossman escribe lo que le pasó a él y a su hijo porque dice que si no es escribiéndolo, no consigue entenderlo. Los deshijados con capacidad para hablar de su deshijamiento escriben libros dolorosos que el lector no sabe cómo leer (qué hago con tu dolor), de la misma manera que los extraños no sabemos cómo mirar a un niñito calvo en un hospital. Hay cosas para las que no estamos preparados: que un padre pierda a un hijo, que ese padre hable de que ha perdido a su hijo. No nos programaron para esto y no tenemos la palabra para denominarlo. Sergio del Molino, que se esmera en llamar a las cosas por su nombre en las páginas del libro, no tiene uno para lo que le ha pasado. No puede ni siquiera buscarle un eufemismo porque para el eufemismo necesitamos una palabra que suene mal, y no: los padres que pierden a sus hijos están malditos por el lenguaje y se quedan vagando y por eso la hora violeta es todavía más pesada y lenta. Hay algo significativo en esa búsqueda por nombrar lo innombrable, y quizá es solamente una percepción mía. Sergio del Molino, desde que Pablo recibe el diagnóstico hasta que esperan que la médula se instale cómodamente en su débil cuerpo y acabe con los monstruos, habla con justicia: nos da nombres técnicos, etiqueta todo el dolor, domestica el miedo. De la misma manera que cataloga las cajas en las que quedan, como supervivencia, las cosas de Pablo, Sergio del Molino pasa tres cuartas partes del libro depurando su dolor para convertirlo en, como David Grossman. Escribe porque es escritor y habla de Pablo porque Pablo es su niño. Toma distancia y escribe y es Pablo y Pablo y todo está etiquetado, tiene un nombre y además del nombre tiene el eufemismo y hasta metáforas. Todo es milimétricamente dicho, porque puede decirse. Así, hasta que Pablo muere, Sergio del Molino puede hablar de los procesos, de los ciclos, del verde, del rechazo, del cansancio, de la lucha, del hospital. Todo tiene nombre y Sergio los ha aprendido y nos los muestra. Pero entonces llega la hora violeta: en esa hora no hay nombre para lo que le ha pasado, el deshijamiento no tiene eufemismo, y Sergio ya no tiene etiquetas, ya no puede mostrarnos los siguientes pasos porque el siguiente paso es el abismo. Sí, mientras todo pueda decirse, Sergio lo dice: transfusión, célula, bomba, mascarilla, esterilizado. Pero cuando Pablo ya no está, se pierden los nombres y ahí el escritor ya no es escritor, porque Pablo ya no es Pablo. ¿Qué ocurre entonces con el libro? Que se poetiza. La última parte de La hora violeta, para la que no hay palabras, se poetiza porque el escritor no puede etiquetar la muerte de un hijo ni puede domesticarla ni puede asimilarla, así que tiene que poetizarla como se poetizaba en la sangre de Pablo el transplante de progenitores hematopoyéticos. He estado oyendo crecer al hijo de Sergio, y todavía.
Gracias, Jenn, por querer a mi hijo.
Me gustó tu columna, Cristina. Sobre todo una cosa: le quisimos y nos quiso. Y ahora yo, pues… también. Gracias a ti por dejar un comentario.
Un abrazo.
No sé si tienes hijos, Jenn, pero una vez más, gracias por saber lo que sabes.
No he leido el libro pero me gusta lo que dices y con el respeto que lo dices.
También he leído los enlaces. No me ha gustado la frivolidad de algun que otro comentarista.
La persona que siente la escritura no puede dejar de hacerlo, ya sea sobre el dolor, le pérdida, etc.
Creo, incluso, que en algunos casos para poder seguir escribiendo.
Abrazos.
A mí también me alegra que estés ahí, con Pablo y por ende con sus papis.
Creo que en verdad es lo único que se puede y debe hacer, estar ahí justo en este momento. Y si es con palabras, mejor que mejor. De mi parte, simplemente gracias.
Estimada Jenn, qué respeto tan grande, qué delicadeza y qué amor expresas en tu artículo.