Podría ser que Quimet le cambiara el nombre a Natalia —y toda su identidad con ella— y que fuera para liberarla. El nombre no es más que un lastre que llevamos encima desde que nacemos: unos pesan más y otros pesan menos. Llamarse Natalia no es ninguna grandeza. Ni siquiera uno puede elegir. Pero si te lo cambian, que sea, como digo, para liberarte. Quimet, pues, le cambia el nombre a Natalia y ésta empieza a llamarse Colometa. Colometa, en catalán, es palomita: de paloma. Y uno, al entrar en la historia, lo primero que piensa es en un pájaro que vuela, que se alza al cielo, que se olvida de tan lejos como está, que se añora por ello. Podría haber sido, pero no fue. Colometa venía a ser un montón de pájaros encerrados en una jaula enorme —pero jaula—, llena de excrementos, sin espacio suficiente para volar, en un rincón de un balcón. ¿Sirve de algo ser pájaro y estar en el piso más alto de un edificio, con una jaula grande, espaciosa, pero jaula, en un balcón, pudiendo volar, pudiendo ver el cielo, toda la ciudad? Tan arriba ya sin poder hacer nada, sin poderse tirar al vacío y descubrir que se sabe volar y no se había intentado. Colometa resultó ser un nombre lleno de aleteos y plumas que se escapan del cuerpo y caen de esa manera tan literaria pero que tan poco sirve. Así, balanceándose, despacio: inútil. Natalia es un personaje a simple vista sencillo: una mujer cualquiera que se mantiene fiel a su marido, que se convierte sólo en un muñeco, que no alza un poco la voz o el ala de su nuevo nombre, que basa el amor entre un hombre y una mujer en el respeto y en nada más que eso. Una mujer, una esposa, digamos, de las de antes. Si sales a la calle encontrarás tantas como Colometa, pero tan pocas como Natalia. Porque por dentro, la primera, la verdadera, es compleja y confusa, es que se entrega pero se queda, es que vive en una jaula sucia y con olor a pájaro rancio que es su cuerpo, pero no su alma. Cuando su marido muere y ella se deshace de toda esa vida en la que ha caído, al parecer, sin darse cuenta; cuando su marido muere y sus dos hijos se vuelven monstruosamente en una carga para ella, empieza a vivir del recuerdo, del sueño, de una voz que es la suya pero que viene de otro mundo. Y en ese momento aparece Antoni: un hombre igual de frustrado que ella, que no puede amarla en el sentido estricto —sexual— de la palabra, que sólo puede ayudarla, compadecerla, ser ayudado, ser compadecido. Y así es como Natalia acaba escribiendo con un cuchillo en la pared exterior de su casa antigua: Colometa. Así es como la vida de una mujer sencilla y sin grandes pretensiones deja su marca en la eternidad, deja su huella de dolor y mutismo, deja todo lo suyo, que es tan poco pero suficiente. La plaça del diamant tiene un color pardusco, como las palomas sucias de Barcelona. Tiene el color de una mujer que queda encerrada dentro de sí misma. Por detrás, como siempre, abriéndose a codazos entre los pequeños cuentos que puede tener la vida, la historia: república y guerra. Aunque en un principio a una mujer como Colometa, sumisa y extraña a todo lo que no pertenezca a su propio mundo de miedos y mentiras, puede permanecer perfectamente ajena a los hechos históricos, midiéndolos solamente por el efecto que causan en su más que cotidiana vida; pero en este caso tiene mucha más importancia. Natalia resurge y descubre cuánto de dura puede ser la vida, ya no digamos en plena guerra, sino cuánto de dura es siempre. Despunta una mujer que empieza, con la muerte de su marido, a saber quién es. Por eso las consecuencias del tiempo en el que está viviendo influyen de manera clara en la evolución de este personaje, probablemente porque Mercè Rodoreda así lo quiso. Vinculadas la historia y Colometa, van saliendo ambas de la oscuridad y el terror y se van acomodando en un futuro algo más esperanzador. Para ello, deberán mirar atrás una última vez y rasgar (en una pared, un nombre, un disparo, una muerte, un grito) lo que quede de la confusión. Igual que Mercè Rodoreda explica en su primer prólogo, yo también estoy contenta de que quede constancia de que nuestra lengua, el catalán, era una lengua culta, civilizada e importante. Me gusta pensar que la plaza que hay en la vila de Gràcia y que lleva el nombre de esta novela, ha llegado un poco más lejos gracias a esta historia donde nada pasa por casualidad, donde todos los hilos quedan perfectamente rematados con doble puntada, para que no se nos escape ningún vuelo.
Vola, Colometa, vola
I amunt, jo amunt, amunt, Colometa, vola, Colometa…
Amb la cara como una taca blanca damunt del negre
del dol… amunt, Colometa, que darrere teu hi ha
tota la pena del món, desfés-te de la pena del món,
Colometa. Corre, de pressa. Corre més de pressa,
que les boletes de sangno et parin el caminar,
que no t’atrapin, vola amunt, escales amunt, cap al
teu terrat, cap al teu colomar… vola, Colometa.
MERCÈ RODOREDA
Hace al menos dos años que escribí este texto para G&R, y lo recupero porque Mercè Rodoreda es autora del mes de Pequod y sus libros tienen descuento.
http://www.pequodllibres.com/
Me recuerda a De ahora en adelante de J.G.B.
Perdón la torpeza… pero no sé qué libro es, ni quién es JGB…
Sí, visto así parece un banco alemán… quería ahorrar porque estaba de pie; Jaime Gil de Biedma. El libro es Volver,pero yo no me he leído el libro del que hablas… así que quizá ni se parezca.
Me acuerdo de cuando una profesora de la facultad llamaba al poeta Jaime Gil, sin “de Biedma”, y yo me sonreía en la silla.
me encanta esta forma de escribir, y la forma en como se crea esta pagina, es un gusto visitar tu blog, saludos.