Debéis imaginar un bar. En un rinconcito, un grupo de hombres juega a cartas. No es un bar para jugar a cartas, no os he dado bastante contexto y ese grupo de hombres tal vez os ha despistado y llevado a error: es un bar nocturno. Hay música a un volumen considerable, luz tenue en la mayoría del local, pero justo donde están esos hombres hay una lámpara que les permite jugar a cartas mientras la mayoría de la gente bebe, se droga y baila. Algunos hacen las tres cosas. Hay una mujer que sólo una: bailar. Ha concedido un chupito de tequila, por celebrar. Para ser sinceros, no por celebrar: por no salir siempre de la norma. No cualquier norma, la norma nocturna. La mujer que sólo baila cierra un poco los ojos, porque le han puesto canciones que le gustan, y baila y sólo baila. En realidad no sólo baila: también está preocupada. Sabe que esa música se la han puesto a ella. La mujer que sólo baila soy yo, pero eso no os afecta en nada. El que por entonces es su compañero pide la música que le gusta a su mujer. La música amansa a las fieras: que baile. Sabe que si le ponen ciertas canciones, se abandonará al cuerpo: sólo al suyo. Dejará de registrar los cuerpos ajenos, dejará de registrar el cuerpo de su compañero, que no sólo baila.
Empiezan las primeras notas de una canción que le encanta. Mientras uno está vivo, uno debe amar lo más que pueda. La mujer baila, cómo le gusta bailar. De reojo mira a la mesa donde se juega una partida. Los hombres se ríen y ella se ríe. Esos hombres ni beben ni se drogan ni bailan, sólo juegan. Quizá por eso mientras baila, la mujer busca la complicidad de esos hombres que se ríen cuando pierden, que se ríen cuando uno de ellos ha conseguido engañarlos con una carta que nadie esperaba. Baila y se ríe, la mujer. Los hombres se ríen y juegan. Sigue bailando pero no puede dejar de registrar. Observa el cuarto de baño, observa la puerta de entrada. La gente entra y sale. En la barra, en grupos de dos y de tres hablan y se ríen. Se da cuenta de que, de nuevo, está fuera de la norma, incluso con el tequila concedido. Se pregunta si hace falta, si es necesario conceder esa quemazón en la garganta, el tequila bajando por el gaznate sin que le guste siquiera su sabor. Desde su juventud anda dando explicaciones: es que no me gusta. No le gusta nada el alcohol, su sabor. Si le gustara, no tendría ningún inconveniente en tomarlo. Cuando una bebida alcohólica le gusta, no duda en tomarla si le apetece. Casi nunca le apetece, pero es que prácticamente nunca le gusta el sabor de la bebida. Así que baila, le gusta bailar. Es una suerte no necesitar todos esos añadidos para pasárselo bien, piensa. Pero no se lo está pasando del todo bien: ésa es la parte que no se reconoce, porque a veces no quiere reconocerse lo que ya sabe. Los hombres que juegan a cartas tienen sobre la mesa refrescos, también ellos se lo pasan bien con poco. Si me ven solo y triste, no me hablen. Si me ven solo y triste, soy culpable. A la mujer que baila nadie la ve ni triste ni sola. Ella tampoco se siente, todavía, culpable: tal vez lo sea. Sigue bailando y cierra los ojos y baila como si nadie pudiera verla, porque nadie puede verla. Está fuera del código, completamente. Todo el estímulo que necesita es echarse a bailar y es lo que está haciendo. Ya lo han hablado: si ni siquiera le gusta la música, qué puede hacer en esos bares donde la gente bebe, se droga y baila. De modo que ahí tiene las canciones para que las baile: báilalas, mujer.
La incomoda un poco saber que esa música ha sido puesta sólo para despistarla. No está nada despistada, puede hacerlo todo: mirar a los hombres jugar, sentir una gran ternura por ellos cuando se llevan las manos a la cabeza porque la partida ha sido inesperada, llevar una buena cuenta de cuántas veces los desconocidos entran en el cuarto de baño y están allí más tiempo del necesario, llevar mejor cuenta todavía de cuántas veces lo hacen los conocidos… y bailar. No está nada cómoda y baila. A veces se queda un poco sola en la pista improvisada. La gente se mueve de un lado para otro. La avisan de sus movimientos, porque saben que ella no se va a mover. Menos mal que la música le gusta y puede bailarla. Sola y quieta no aguantaría nada, pero puede contonearse y mirar el reloj cada tanto. No marca mucho los movimientos porque eso se hace sobre todo cuando se baila con gozo, y ella baila para amansar a la fiera. Tiene esa fiera dentro: casi la han convencido de que es una fiera, de que debería dejar de ser una fiera. La luz ha bajado algunos grados, así que puede moverse un poco mejor, se siente menos expuesta bailando sola. ¿Nadie puede verla? ¿Nadie se da cuenta de que está ahí? A veces lo cree así. La mirada de los demás ni la toca, es como si estuviera hecha de un material imposible de ver en ciertos contextos. Prefiere no ser vista, no ser percibida, a ser juzgada, eso también es cierto. Ay, mujer: por qué no te vas. Mi diabla, mi ángel, mi loquita. Por qué no te vas, mujer. Puedes bailar esas canciones en cualquier lugar del mundo. Las has bailado cientos de veces en tu casa, sola, por qué te vas a quedar ahí como un pasmarote, regulando a la fiera. Tómala de la mano y marchaos, mujer.
Los hombres de las cartas ya recogen y siente un ligero temblor. Se van las únicas personas con las que ha establecido cierto contacto visual. Puede que esté exagerando, pero sí siente que ese grupo de hombres era el único con quien tenía alguna cosa que ver. Debería haber abandonado la pista, dejar pasar las canciones que se han puesto sólo para despistarla y jugar con ellos. Ahora ya no puede hacerlo, porque se van. Pasan por delante de ella y le dicen adiós: ellos también se han dado cuenta de que esa mujer es la única que los ha visto de verdad. Recogen sus chaquetas, ella baila moviendo menos el cuerpo, con más sutileza, sólo marcando un poco el paso: lo justo para que no quedarse quieta. Se van las personas en quien reposaba cuando se sentía un poco sola. Ahora sólo le van a servir las canciones: ojalá un poco de silencio para no tener que conceder el baile de la fiera. Ojalá te atrevieras a irte, mujer. Detiene el cuerpo por completo para dejar pasar a uno de los hombres, que no se marcha por el pasillo que se ha improvisado para todos sus compañeros. Se acerca a la mujer. Qué bien bailas —le dice. Tengo que irme, pero me habría encantado bailar contigo —le dice. La mujer da las gracias y mira a su alrededor: comprueba que ahora que se han ido, ya sí va a ser invisible el resto de la noche. O peor: va a ser un estorbo. Una fiera incómoda. Ahora tenéis que imaginarla con los ojos cerrados. Cierra los ojos y sigue bailando, en lugar de irse.
