La luz un primero de junio

«y ahora, SOL MÍO, dorado adorado, ilumina este día y hazlo hermoso y brillante en su inutilidad – y hazlo brillar hermoso en su inutilidad y a mí, SOL deslenguaperros, inolvidable compañero, dame fuerzas para concluirlo». Ese día hermoso y brillante no es otro que el uno de junio; y ese sol, dorado adorado, no es otro que la luz que arroja Celso Castro sobre la literatura; ese fragmento, entonces, no es otro que el principio de “el cerco de beatrice”, la tercera novela publicada del autor coruñés. Podríamos decir que es la pieza clave, que es el puente que une sus dos primeras novelas con las dos últimas, que es la llave para entrar en su narración y comprender, tanto como se deja, las particularidades de un estilo tan marcado y propio. Por orden, “de las cornisas” y “dos noches” podrían considerarse las novelas de un poeta, mientras que en “el afinador de habitaciones” y “astillas” parece que nos vayamos encontrando, a lo largo de las historias, la poesía de un narrador. Entonces, “el cerco de beatrice” es el punto de unión: es la poesía de un poeta y la narración de un narrador. Igual de compatibles resultan la poesía y la prosa como la vida y la muerte: en los espacios que Celso Castro está dispuesto a embarcarnos siempre va a existir tal dualidad. El verso y la prosa, la vida y la muerte, lo cotidiano y lo excepcional, lo ilógico con la pura verdad, la luminosidad de ese sol amado y la oscuridad de un día interminable. Quizá porque deja respirar todas sus contradicciones, todas sus novelas adquieren ese halo de realidad, de verdad, de… tuyo. 
A través de Alberto Nadia (Dep), Julio Sanjuán, Adela de Bahna, Matilde Ramos, Ricardo Hervada, Silke María, Alvarito el Judío, Yolanda Aguado, Alejandro, Sergio, Adrián el Clínico, M. de Verganza, Queta, Andrea García-Oblito y el narrador, Celso Castro nos presenta un micromundo, una ciudad, una subrealidad de la que cuesta mucho trabajo alejarse. Una vez entras en su territorio, es muy difícil renunciar a cualquiera de sus personajes. El narrador, que en ningún momento se identifica con un nombre, hace un largo recorrido por su ciudad, y su ciudad no es más que cómo la viven todos sus personajes. 
Como si el escritor estuviera jugando con nosotros, toda su obra está perfectamente entrelazada, aunque independiente. Desde la primera novela hasta la última, iremos encontrando algunos de los personajes más importantes de la lista que antes he escrito, que no es otra cosa que el índice de la edición que publicó en 2007 la editorial gallega Ediciones del Viento. Las novelas siempre están ambientadas en A Coruña, así que tiene sentido que muchos de los personajes que son protagonistas en unas, pasen a ser secundarios o casi anecdóticos en otras: una red de vidas que se van uniendo y alejando al antojo de Celso Castro, que lo único que hace es dejarlos respirar. ¿Cómo se deja respirar a un personaje…o, mejor, cómo se deja respirar a un narrador? Ahí está toda respuesta, el misterio que encierra la literatura de Celso Castro: su genialidad. 
Del mismo modo —el poeta escribió las primeras dos novelas y nos habló desde una prosa poética, suavizándose en “el cerco de beatrice” hasta dar con los relatos del yo publicados por Libros del Silencio—, nuestro escritor ofrece la misma ternura a todos ellos, el mismo aliento y la misma compasión. Anne Funder acertó al decir que «imaginar la vida de otro es un acto de compasión verdaderamente sagrado». Así, podemos decir que toda su obra está compuesta por ese acto de compasión sagrada, porque si Celso Castro maneja algo a través de sus narradores, es precisamente su capacidad de imaginar la vida de los demás, una vida que no existe en nadie pero que renace en cada uno de nosotros al leerla. Entonces, las vidas de todos sus personajes están a medias: a medias entre el escritor y el lector. Precisamente por eso, porque se sostiene íntimamente entre dos, no es una vida invisible ni vana. Es así como se deja respirar a un personaje y a un narrador: convirtiéndolo en real, en uno mismo o en cualquiera de los que se acerque a él. 
Dicho así, parece que cualquier novela de ficción cumpla este imprescindible requisito: la verosimilitud, la empatía con el personaje. Pero Celso Castro va más allá de la verosimilitud o la empatía literaria: se trata de, en sus palabras, despojar a la literatura de la literatura. Aunque en “el cerco de beatrice” se den fenómenos extraños, como una nieve que no es nieve y un ambiente enrarecido y asfixiante para todos sus habitantes (y digo habitantes y no personajes), incluso el contacto con el más allá, la vida es vida en toda su narración. La literatura en manos de Celso Castro se convierte en vida, como si fueran mágicas. Por eso se ha llegado a decir que ha construido, a través de sus relatos del yo, un espejo del alma común. ¿Cómo? Despojando a la literatura de la literatura, despojando, también, a la vida de la misma vida. Simplificando hasta el absurdo, hasta mostrar lo verdaderamente esencial. ¿Cómo? Si lo supiéramos. 
Aunque la oralidad, las minúsculas y la particular forma de puntuar de Celso Castro ayudan a fomentar este rasgo que lo distingue del resto de narradores, hay algo más. Para poder explicar y contestar a ese cómo, me gustaría recurrir, como al principio de este artículo, a las palabras del autor: «y sin embargo, acababa extenuado y desengañado de mi propia facundia, de tanta palabrería inútil. había que despojarse, el tono de mi carta debía ser sencillo, casi indiferente, como una charla de ascensor, y eso me iba a llevar su tiempo. comencé a podar los párrafos, a descomponerlos en líneas, como si fuesen poemas, y después examinaba cada línea y la —desprestigiaba— como dice verganza. y me ocurría con frecuencia que el significado de una línea era el correcto pero su —resonancia— no me satisfacía. y entonces la desmenuzaba en palabras, cambiaba su orden, reservaba sinónimos y así hasta las tantas, que muchas veces alguna palabra se me quedaba dormida, extrañada, sin significado, y yo tenía que repetirla y repetirla para que volviera en sí». Me parece que desprestigiar, desmenuzar y podar la escritura podría ser la definición perfecta para lo que entraña la literatura de Celso Castro. Este fragmento es revelador por tres aspectos diferentes. El primero, que podría funcionar como carta de presentación, de cómo nuestro escritor se desenvuelve con su literatura, con su palabra, que es la misma que la nuestra pero la adormece y después la repite para que vuelva en sí. El segundo, que despojar la literatura de la literatura, convertirla en casi una conversación de ascensor, precisa de mucho trabajo, mucho esfuerzo y mucha dedicación. 
A partir de ahí: es decir, partiendo de esa facultad que ha ido adquiriendo el poeta narrador, no importa qué quiera contar, la detestable pregunta: ¿de qué va esta novela? “el cerco de beatrice” va de cómo la vida queda canalizada, queda atrapada bajo la mirada e imaginación del autor que nos ocupa. Siempre, cualquier cosa que quiera contarnos uno de sus narradores, estará enterrada bajo la poesía, la ternura y lo descarado de quien está desnudándose ante un público que no conoce: un abismo del que nada sabe, y al que se muestra sin filtros, cáscaras, escudos o muros. Por eso, porque tiene una fuerza arrebatadora, sus personajes pueden ser el mismo, de la misma manera que todos tropezamos con la misma piedra, repetimos los mismos esquemas y acabamos asumiendo que el hombre es un único animal multiplicado casi idénticamente en toda la humanidad. Si nosotros, el mundo, acabamos pareciéndonos tanto unos a otros, y funcionamos con mecanismos casi paralelos y perfectos, como espejos, ¿cómo no van a hacerlo unos personajes que están sujetos a la vida? Poetas, filósofos, camareros, boxeadores… todos, en manos de Celso Castro, son el mismo: cualquiera de nosotros. 
El tercer aspecto es una visión engañosa de lo que supone la lectura de esta novela y todas las demás. De la misma manera que narrar así parece fácil pero requiere una concentración y un trabajo constante (deshacer las frases, buscar su resonancia, afinarlas, repetirlas), su lectura también parece accesible pero no lo es. No todos nos manejamos bien con un interlocutor de ascensor. Y aunque la literatura está despojada de literatura, Celso Castro la respira por donde quiera que va. No esperemos de su obra que no haya referencias, que sea llana, que no nos sumerja en cuestiones literarias, profundas e intelectuales. Despojar a la vida de la misma vida no nos da muerte, del mismo modo que Castro no consigue desliteraturizar a sus narradores aunque sea ése su empeño. Toda su obra es un canto a la literatura, al arte de narrar, al arte de poetizar. 
Si he elegido “el cerco de beatrice” para esta ocasión, es porque considero que es la pieza perfecta para el mecanismo que encierra sus cinco novelas publicadas. Es el centro, y es la respuesta. Sin este cerco, es imposible entender lo anterior y lo posterior. 
Para acabar, me gustaría dedicar el último párrafo a definir, ya que he intentado hacerlo con la obra poética y narrativa, al autor de la luz de este primero de junio, el día al que está dedicada toda la novela: «pues… ¿qué te estaba diciendo?… ah, lo de balzac… pues eso, que hay personas que son poetas porque escriben poemas y todo eso. y otras, muy poquitas, que encarnan la poesía… que son la poesía hecha… o sea, la poesía en persona… ni siquiera necesitan escribir… y eso es lo que le pasa a verganza». No lo necesitan: ese tipo de personas, como Celso Castro, no necesitan escribir para ser escritores, porque encarnan la literatura, son la literatura en persona. Por suerte, son precisamente ese tipo de escritores que, aunque no necesiten de la escritura para serlo, se mantienen a través de ella, son la literatura hecha, y no podrían renunciar a ella de ningún modo.

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